jueves, 22 de octubre de 2009

Vicisitudes de aquellos Klezmer de Cine (2, fin)

Los de la bandeja no eran los únicos sufrientes. Estaban también los veteranos acomodadores, de raído uniforme cuasi militar, expertos en calmar las explosiones de irracional entusiasmo. Recorrían continuamente la sala cual cancerberos, iluminando con sus linternas a los revoltosos, a los que apoyaban los pies en el respaldo del asiento delantero, o a las parejitas a las que evidentemente les importaba un pito lo que sucedía en la pantalla, y se esmeraban en lo suyo. Sobre todo controlaban a quienes, desde la pullman, arrojaban a la platea cáscaras de maní o de semillas de mirasol o zapallo salado, envolturas pringosas de Tita o Gofio, puchos, (algunos sin apagar) o peladuras de frutas, en un ingenioso rasgo de fino humor.
Armados de sacrosanta paciencia, los klezmer aguantaban los variados proyectiles que les arrojaban al escenario con exacta precisión, con hondas y sin recato. Hasta que, hartos, explotaban ante el escarnio y bajaban para pelear a puñetes con los vándalos. Ahí se prendían las luces y el público presenciaba un espectáculo bonus track de catch-as-catch-can, que ni Karadagián y La Momia...
Una vez calmados los ánimos, continuaba la película, hasta que un corte del celuloide provocaba una nueva interrupción. Otra vez las luces y otra vez un match, esta vez todos contra todos. Casos hubo en que el cine completo terminaba en la comisaría correspondiente, llevado de a tandas en el 'autito' -el Ford T de la seccional- para labrar actas por infracción al veterano "Edicto Policial sobre Ebriedad y otras Intoxicaciones".


A partir del estreno de "El Cantor de Jazz", con Al Jolson, en 1928, los músicos fueron despidiéndose de los biógrafos. Las cintas ya eran sonoras. Como no los nacesitaban más, violín en bolsa (literalmente), y a otra cosa.

Alrededor de los '50 el cine en 'Radiante Technicolor' había desplazado a todo otro entretenimiento con seres humanos. Fue entonces que Perón 'inventó' y legisló el controvertido y obligatorio "Número Vivo".
Con la entrada se abonaba un plus para disfrutar (¡!), previo a la película, de un mediocre show que consistía en un solista, un dúo o un trío que ofrecía quince minutos de sano esparcimiento. Tangos, rancheras, canzonettas, freilaj, paso dobles. Cualquier cosa: daba lo mismo. El Estimado Público, impaciente, no escuchaba nada, no daba bola, gritaba, comía, y abucheaba a los 'artistas' arrojándoles variadas hortalizas.

Un sábado, en la sección vermouth del Rívoli de Villa Crespo, -de esto que voy a contar fui testigo presencial- el alboroto fue tan espantoso que, ante la imposibilidad de seguir con la rascada, el guitarrista y yo, con mi violín, nos refugiamos detrás del telón de carcomida pana roja con flecos pseudo dorados, para salvar nuestras humanidades e instrumentos. Porque él así lo quiso, dejamos solo al cantor, furibundo y enrojecido, alto y flaco, de negro a rayas, funyi y lengue. Con insensato heroísmo, y esquivando naranjas ya chupadas, aferró el micrófono a cinta y agitó la bandera blanca hecha con su canfinflero pañuelo de cuello. Consiguió domar por un momento a las fieras y pidió permiso.
Increíble: picados por la curiosidad, atónitos ante tanto coraje, las bestias le concedieron una tregua y él comenzó por preguntar:
-"¿Quieren saber ustedes, respetable público, por qué un artista como yo está aquí, en este número vivo miserabilísimo, eh?"
Y comenzó a relatar. Era por causa y consecuencia de su solitaria y triste infancia en el orfanato israelita de Burzaco.
Fue haciéndose un silencio compasivo. Continuó contando su pavorosa adolescencia, signada por incontables incidentes antisemitas en la escuela, y variadas terribles enfermedades, tisis en Cosquín incluída. Algunos ya no pudieron contener una furtiva lágrima.
Increíble. Yo ya sabía que cantaba mal, pero advertí que contaba bien, con una mano en el corazón, la cabeza gacha y los ojos húmedos. No tenía nada que envidiar a Berta Singerman, con ademanes y todo.
Cada vez era mayor la atención -y la tensión- en la sala. La de él era una vida indigna, pero digna. Digna de ser llevada al cine. Contó cómo pudo sobreponerse gracias al amor, y muchos avatares más, hasta llegar al final, cuando se reencontró, por fin, con su ídishe mame, su pobre madre querida y, contradiciendo al tango, no le dió disgustos.
En medio de un silencio sepulcral, pidió disculpas por su sinceramiento, lo que provocó un cerrado aplauso, afectuoso y solidario como nunca en su vida le habían otorgado cuando cantaba, e hizo mutis por el foro, cabizbajo.
Se apagaron las luces y pasaron el noticiero "Sucesos Argentinos" con el reciente multitudinario acto por el 'Día de la Lealtad', una enjundiosa reaparición del filósofo Aloé, y noticias sobre la originalísima bomba atómica en botella que Richter fabricaba para Perón en la isla Huemul.
Comenzó la tan esperada cinta. A medida que avanzaba la trama, una extraña sensación de "dêjá vu" fue intranquilizando a los espectadores. De a poco fueron intercambiando impresiones entre ellos en voz alta, casi gritando.
Todos estaban de acuerdo. Bramaban. Querían incendiar el cine, y casi lo logran, cuando se dieron cuenta, definitivamente, de que la conmovedora historia relatada por el vengativo cantor era igualita igualita al argumento de la película.
Con final y todo.
(The End)

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