Sentados alrededor de la mesa de roble ovalada -a la cual le habíamos agregado en el medio la tabla suplementaria de las grandes ocasiones- estábamos todos, nerviosos por la visita insigne.
Mi cuñadito era el único que hablaba aceptablemente english. Estaba en la vanguardia del be-bop y creyó necesario romper el cubito. Para eso no se le ocurrió nada mejor que preguntarle a Satchmo qué opinaba de Dizzy Gillespie, de Stan Kenton, de Charlie Parker, del jazz moderno, etc. Naturalmente, se ganó una silenciosa, furibunda y significativa mirada incendiaria del morocho de New Orleans.
Mi vieja iba y venía, ajetreaba con el vermut, infaltable en ese tiempo, mientras se ponían a punto los varenikes y se doraba el tzíbale. Mi hermanita canturreaba en una oreja del negro un Negro Spiritual, (obviamente) que había aprendido en el coro de Guerberoff, en la Hebraica. Mi viejo, por su parte, le hablaba en idish a 'Pops' en la otra oreja. Total, según él, 'es tan parecido al inglés...' Y Pops cabeceaba asintiendo, por quedar bien, pero no entendía ni un cazzo. ¿Yo? Yo, aturdido, miraba a mi alrededor, como hechizado, y no cabía en mí.
Satchmo repitió por lo menos tres veces los varenikes con cebollita dorada. Mi madre lo miraba embelesada y me decía por lo bajo: -"¿Ves? El shvartzer me comió tres platos. Vos nunca me comiste más de dos..."
A Louis Armstrong, ahíto, se le escapó un gréptzale. Somnoliento y repantigado en la silla dijo, con su voz gruesa, que lamentaba no tener consigo su trompeta, para agradecer de alguna manera el festín.
¡Para qué lo dijo! Se desató una vorágine colectiva. Ni lerdo ni perezoso, mi progenitor corrió a buscar su corneta, para Satchmo, y se sentó al piano Rachals, , Iósele desenfundó su clarinete, yo aferré mi violín 3/4, mi mamá se puso en la batería Ludwig, Dorita agarró la pandereta, Arnoldito una maraca, (una sola), Armstrong sacó del chaleco una de las boquillas Cohnn que siempre llevaba consigo (y que luego me regaló, y tengo como recuerdo de ese almuerzo delirante), y ¡lista la klezmer-jazz-jam-session!
El que nos salvó fue Wakstein. Alto, flaco, desgarbado, con rebeldes granos adolescentes en la cara y rebelde pelo color zanahoria en la cabeza, virgen aún de bar mitzvah por sus escasos doce años y medio, era el único que no había tomado vermut, ni vinito kasher, ni bronfn. Era el único que estaba lúcido, lo cual le permitió razonar que hacía falta un tema musical que uniera klezmer con jazz. Arrancó con 'Bai mir bistu shein' y gritó -bah, alzó un poquito más su juvenil voz aflautada-: '¡Síganme!' Como pudimos lo oímos, y como pudimos lo seguimos. No nos defraudó...
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