Aunque era la hora de la siesta, casi todos los vecinos de Tucumán al 2100, entre Junín y José Evaristo Uriburu, se fueron amontonando bajo nuestro balcón y pedían otra, otra. Cuando vieron a Louis, que se asomó sorprendido por la insólita repercusión, se produjo un bramido colectivo. Para escuchar, hasta se paraban por unos momentos los tranvías, por exigencia de los pasajeros. Sólo dieron una nota discordante los vecinos de la planta baja, que protestaban con el pretexto de que temían que se les cayera el cielorraso por los patadones con que marcábamos, eufóricos, el ritmo klezmer.
Satchmo, entusiasmadísimo y un poco shiker, tocaba, bailaba y cantaba, todo al mismo tiempo. Yo, también bajo la influencia de los vahos etílicos, creía que era un sueño eso que estaba ocurriendo en mi propia disfuncional morada familiar.
Al agitarse, al morocho se le abrió un poco más la camisa, permitiéndome ver la Estrella de David de oro que colgaba de su cuello. Yo ya había oído la historia aquella, y esto lo corroboraba. Me la había contado Blackie, la fantástica Paloma Efron, que conoció a Pops años antes, cuando ella residía en EE.UU. cantando jazz.
Louis, al saber que ella era judía, le confió que en 1907, a los siete años, ayudaba a una familia de New Orleans que con un carro repartía carbón por los prostíbulos del pecaminoso distrito de Storyville. Él era el encargado de soplar una precaria corneta de latón para avisar su proximidad a las prostitutas.
Esa familia eran los Karnoffsky, inmigrantes judíos rusos. La señora Karnoffsky, como buena ídishe mame que era, no permitía que el pequeño Louie volviese a su casa cada noche sin antes darle de cenar. Comida judía, claro, no tenía otra. Y para más, al notar su habilidad con el rústico cornetín, le 'prestó' cinco dólares para que se comprara una corneta 'de verdad'. Era un rezago recogido en los campos de batalla de la Guerra de Secesión. Satchmo no olvidó nunca a esa gente. Ése era su secreto, el maise que aclaraba todo.
Iba cayendo gente al baile. El agente de la esquina, con los manguitos blancos en los brazos y sus altas polainas de cuero negro en las piernas, subió a casa para implorarme que hiciéramos un intervalo, para que se dispersaran los vecinos y -principalmente- los cuatro tranvías 99 atascados que entorpecían el tránsito. Y, ya que estaba, le pidió un autógrafo a Satchmo, convencido de que era Rey Charol, el morocho cantante uruguayo, bailarín y concertista de pandereta, lejano antecesor de su compatriota Rubén Rada.
Antes de irse, la muchedumbre agolpada -todos paisanos consecuentes con su credo y las tradiciones barriales- reclamaba un alegre freilaj.
Nuevamente nos salvó el pibe Iosele Wakstein. Se acordó de 'And the angels sings', creación con ritmo y aire klezmer del famoso Benny Goodman, con Harry James en trompeta. Por celos profesionales, Satchmo protestó: '-¡Eso es de Harry!' Pero a los ocho compases se acopló.
(Continuará)
Creer o reventar, ja,ja,ja. Te extraño hermano klezmer kázaro!
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