martes, 20 de octubre de 2009

Vicisitudes de aquellos Klezmer de Cine (1 de 2)


El violín es, indiscutiblemente, el rey de los instrumentos de cuerda. Es impensable su ausencia, tanto en la música culta, como en prácticamente todas las expresiones populares.
En Europa, a comienzos del siglo pasado, las bandas trashumantes de gitanos o klezmer incluían siempre violines. En su repertorio había tangos, que interpretaban con un ritmo particular. Era el tango "a la europea". Y ahí se lucían los arcos.
Esos sonidos inspiraron a los magnates de toda clase de negocios -ninguno ni remotamente relacionado con las artes-, convertidos en advenedizos productores artísticos del Hollywood incipiente. Imaginaban que esa clase de música era el fondo adecuado para un seductor como Rodolfo Valentino.
"¡Tangó!" le ordenaban a las primitivas salas de biógrafo que pasaban cintas mudas. Los personajes que encarnaba "Rudy el Sublime" eran siempre exóticos, disfrazado él como una extraña mezcla de gaucho argentino y cantaor andaluz, ensombrerado con borlas y todo.
Por supuesto, no era ni lo uno ni lo otro. Así, ridículamente vestido, hacía como que bailaba amanerados tangos 'a la gigoló'. Desde el telón plateado arrancaba profundos suspiros e histéricos grititos a sus fanáticas admiradoras peinadas a la garzón. Suspiraban y ululaban exitadísimas, pero sin sentir culpa. Para eso, la Paramount Pictures aclaraba ya desde los títulos: "Las Vistas son Altamente Morales. Pueden Verlas las Señoritas Sin Mengua de su Moralidad" (sic).
En esos tiempos, las 'vistas' insonoras se pasaban en salas que alternaban teatro y cine, con precarios proyectores a llama de éter y oxígeno, que frecuentemente quemaban el celuloide llenando de humo la sala.
En el alto escenario, equipado con un vetusto piano vertical que antaño había sido pianola, ubicados a un costado de la pantalla y atentos al desarrollo dramático, uno, dos o -como máximo- tres músicos trataban esforzadamente de hacer coincidir lo que tocaban con lo que se veía. Casi siempre era un vano intento.
Cuando esos primitivos sonorizadores eran más que un triste y solitario pianista, el segundo era infaliblemente un ejecutante de violín. Un músico era un solista. Dos eran ya considerados una orquesta. Y, "orquesta sin violín no es orquesta", era el consenso unánime. Estaban a cargo del instrumento de cuerda los trémolos que anunciaban la proximidad del monstruo, o la romanza que ilustraba un beso tan fingido como fatal.
Esos músicos eran, casi en su mayoría, klezmorim inmigrantes. En el Soleil y el Excelsior, sobre Corrientes, el Ombú en Pasteur 641, o el Mitre, en Triunvirato al 700, -teatros ya entonces vetustos, ubicados estratégicamente en el Once o en Villa Crespo- se proyectaban con frecuencia películas mudas con carteles aclaratorios en ídish, de trágica -¿podía ser de otra manera?- temática judía. Madres ojerosas ahogadas en llanto, novias pecadoras abandonadas con justa razón, despreciables hijos ingratos con bigotitos y cara de villano, etc.
Acompañar esas cintas era placer supremo para un klezmer. Todo su repertorio lacrimoso era agotado, pero cuando -raramente- había un final feliz, explotaban los sher y los freilej para subrayar el triunfo del amor. Los espectadores, levantándose de las duras butacas de madera, que tenían bajo el asiento un artefacto de grueso alambre para colocar el infaltable sombrero (aunque muchos se descubrían sólo después de las furiosas protestas de quienes estaban sentados detrás), aplastaban en el piso de tablas de roble el cigarrillo que estaban pitando impunemente, y salían a bailotear en los pasillos batiendo palmas conmovidos, como claro testimonio de que esa música había llegado a sus corazones y a sus pies.
En otros biógrafos se pasaban en continuado dos o tres películas. Eran los precursores del '3 x 1' marketinero actual. Comprando una entrada se podían ver tres cintas al hilo.
Las más exitosas eran las del Far West, vulgarmente llamadas 'de convoys', con Tom Mix y otros pseudos centauros con revólveres invaciables. Se ilustraban con fox-trots y otras yerbas similares. Pero, en las escenas en que el muchacho cabalgaba velozmente para salvar a su novia de los malvados indios, era de rigor la Obertura de 'Caballería Ligera', la ópera de Franz Von Suppé.
Estupenda creación de 1866, esa Obertura parecía expresamente compuesta para que, 60 años después, los espectadores porteños de 1926, enfervorizados, corearan a todo pulmón: "¡Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás!, etc. etc.". Mientras, sacaban del pékale que les habían dado las mames, (ídishes, tanas, galaicas, lo mismo da) y engullían descaradamente kakletn, latkes o sándwiches de anchoa y cebolla en pan flauta con manteca, remojados con una Bilz o un sifón entero. Los chocolatineros, que cargaban infructuosamente sus pesadas bandejas, los relojeaban con odio porque, claro, no les compraban casi nada. Sólo algún que otro apolillado maní con chocolate.
(Continuará)

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