domingo, 25 de octubre de 2009

Un Casamiento con Klezmer en los años '60 (1 de 3)





En los '60, los jásenes de la cole eran bastante parecidos. Ahora, también, aunque los protagonistas crean ser originales. Obvio, con ligeras variantes, que dependen de la "Wedding Planner".

El salón de mi maise era el Centro de Panaderos, en la calle Sarmiento. En el Unione e Benevolenza, Italia Unita, o cualquier otro, hubiera dado lo mismo, porque los salones eran exactamente iguales.

Periódicamente, las colectividades organizaban en ellos una "Función y Baile a Beneficio". O sea: sus propios 'Cuadros Filodramáticos' actuaban algún sainete de Alberto Vaccarezza, seguido de 'Gran Baile Gran', con la Jazz y Típica del Maestro Canaro.

El ámbito principal lucía enormes espejos enmarcados en molduras doradas, debajo de los cuales se alineaban las sillas contra la pared, todo alrededor. Techos altísimos, palcos, e iluminación de arañas con caireles. Pero vayamos a la acción.



Iánkele y Rívkele, los novios, venían todavía conmovidos por la tocante ceremonia en el Templo de Paso, a tres o cuatro cuadras de distancia. Venían conmovidos, y moqueando por la previa pasada por el frío Rosedal, donde se sacaban las fotos artísticas para el álbum y, sobre todo, para dar tiempo a que los invitados llegaran al salón antes que ellos, para recibirlos como si fueran antorcheros olímpicos, con aplausos, besucones y vítores. Él, de riguroso esmoquin negro -y accesorios- alquilados en Kagner. Ella, con larguísima cola, vestida por 'Madame Finesse', la maison de última moda.

Cuando el lustroso Cadillac negro estaba en la puerta, el padrino corría hasta el palco y urgía, nervioso: "-¡Ya vienen los novios! ¡Apúrese, máistro, déle así nomás! ¡No me venga ahora a perder tiempo en afinar! (sic)".

"Una boda sin klezmorim es peor que un funeral sin lágrimas", dice el optimista refrán judío...

Los klezmorim se desplegaban a todo lo ancho del enorme, altísimo escenario con pendiente hacia la pista, para que se pudiera comprobar que, efectivamente, eran la cantidad de músicos que estipulaba el contrato y, principalmente, que había varios fidlers, violinistas judíos. Porque el mejitn, el padre de la novia, había advertido "¡Para mí, una orquesta sin fidlers no es una orquesta!", con el tono, la severidad y la seguridad de un self made man próspero, mayorista/minorista de Blanco y Bonetería en el Once, que sabe de todo, inclusive de música.

La orquesta tocaba a todo pulmón la Marcha Nupcial de Mendelsohnn. (La otra, la de Wagner, era considerada música nazi y, justificadamente, le traía pésimos recuerdos a los que habían llegado a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial.)

Los novios entraban ceremoniosos, duritos, con cara de circunstancias y sonrisa estereotipada. Se besuqueaban con todos como si no se hubiesen visto desde tiempos remotos. La marejada los arrastraba a bailar la tijera tradicional. Rondas concéntricas, enfervorizadas. Nunca faltaba un abuelo que quería lucirse: "¡Dejenmé, carramba, (sic) todavía puedo!".

Al par de vueltas, entre cuatro lo levantaban del suelo boqueando, mientras todos seguían con las palmas, y pateando el piso de pinotea como si estuviesen pisando uva.















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