Después de la Marcha Nupcial, la tijera y las palmas, llegaba el Vals. Los invitados aguardaban atropelladamente su turno para sacar a bailar a los novios. Todos ponían cara de foto para la posteridad (en blanco y negro, iluminadas por el incendiario y estruendoso flash de magnesio). Iankl y Rivke, estoicos, aguantaban sonriendo y girando sin pausa. Era una especie de ritual laico. Había que shvitzn, sudar hasta la extenuación.
Los mozos pasaban con canapés de arenque. Luego, los calentitos. Algún 'Cocktail San Martín', Primaveras sin alcohol y naranja Crush, cuya chapita tiraban al suelo y los nenes agarraban. Era un minúsculo anticipo de la pantagruélica cena que todos imaginaban, y esperaban ilusionados.
Un músico, despistado, pretendía agarrar al voleo un canapé. El mozo lo paraba en seco: "Deje eso ahí! ¡Esto es para la gente!"
Al comienzo de la escalera que llevaba al subsuelo donde se servía la cena, una barrera casi insobornable de fornidos mozos con saco blanco de 'Coppa y Chego' -ya tempranamente sudado- y moñito negro, frenaba a los que se querían colar.
"-¡El primer turno es para los mayores! ¡Usted, joven, es joven! Espere el segundo turno. ¡Vaya a bailar, vaya!", vociferaban, haciendo discriminación generacional a ojo. Y ojo: cada uno de los dos turnos era, por lo menos, para trescientos voraces comensales.
Habían repartido invitaciones a troche y moche. Sin 'tarjetas personales'. En 1960 todavía no se estilaba, hubiera sido un papelón. Como también era un shande, una vergüenza mezquina, hacer una 'Lista de Regalos' en la tradicional 'Casa Szapú'. Cada familia concurría, entonces, con todos sus hijos, sobrinos, primos, tías, bebés, vecinos y paisanos, trayendo directamente al salón un triste juego de seis (6) tacitas para café con sus platitos. Las cucharitas eran otro regalo.
Casi todos traían esos jueguitos, o mustios pares de veladores con pantalla de símil pergamino. Tendrían veladores y tacitas hasta la eternidad, pero se vengaban regalándolos en otros casamientos.
En la avalancha de famélicos, Moñe Fainmench, un 'Dirigente Comunitario', fue lerdo. No tuvo otro remedio que sentarse con su numerosa familia a una mesa, (en verdad, un largo tablón sobre caballetes llamado 'peine') cerca de la escalera, lejos de la prestigiante cabecera. Para ser sinceros, a él le daba lo mismo. Moñe, en ésta como en todas las fiestas, se pasaba la noche entera con un plato hondo en la mano, recaudando para las instituciones. El Keren Kayemet, los Comedores Populares, la Campaña Unida, una escuela, el Asilo, cualquier benemérito organismo que fuere. Se peleaba con los que pasaban el platito para el infaltable aviso de felicitación del domingo siguiente en el diario más importante, el 'Ídishe Tzaitung'. Pero estos mangueros tampoco tenían paz. Había otros klaltiers pidiendo adhesiones para el aviso en 'Di Presse', el diario de los linke, los izquierdistas.
El padrino imploró -al cuete, obvio- "-¡Moñe, ot mir rajmunes, téngame piedad, no moleste a los invitados: yo pongo por todos!", y Fainmench le contestó, irreductible: "-Mejitn, tengo una idea mejor: usted ponga, ¡y lo agregamos a lo rejuntado!". No había caso. Para Moñe mangar era una sagrada misión, una vocación, una pasión...
(Continuará)
jueves, 29 de octubre de 2009
domingo, 25 de octubre de 2009
Un Casamiento con Klezmer en los años '60 (1 de 3)
En los '60, los jásenes de la cole eran bastante parecidos. Ahora, también, aunque los protagonistas crean ser originales. Obvio, con ligeras variantes, que dependen de la "Wedding Planner".
El salón de mi maise era el Centro de Panaderos, en la calle Sarmiento. En el Unione e Benevolenza, Italia Unita, o cualquier otro, hubiera dado lo mismo, porque los salones eran exactamente iguales.
Periódicamente, las colectividades organizaban en ellos una "Función y Baile a Beneficio". O sea: sus propios 'Cuadros Filodramáticos' actuaban algún sainete de Alberto Vaccarezza, seguido de 'Gran Baile Gran', con la Jazz y Típica del Maestro Canaro.
El ámbito principal lucía enormes espejos enmarcados en molduras doradas, debajo de los cuales se alineaban las sillas contra la pared, todo alrededor. Techos altísimos, palcos, e iluminación de arañas con caireles. Pero vayamos a la acción.
Iánkele y Rívkele, los novios, venían todavía conmovidos por la tocante ceremonia en el Templo de Paso, a tres o cuatro cuadras de distancia. Venían conmovidos, y moqueando por la previa pasada por el frío Rosedal, donde se sacaban las fotos artísticas para el álbum y, sobre todo, para dar tiempo a que los invitados llegaran al salón antes que ellos, para recibirlos como si fueran antorcheros olímpicos, con aplausos, besucones y vítores. Él, de riguroso esmoquin negro -y accesorios- alquilados en Kagner. Ella, con larguísima cola, vestida por 'Madame Finesse', la maison de última moda.
Cuando el lustroso Cadillac negro estaba en la puerta, el padrino corría hasta el palco y urgía, nervioso: "-¡Ya vienen los novios! ¡Apúrese, máistro, déle así nomás! ¡No me venga ahora a perder tiempo en afinar! (sic)".
"Una boda sin klezmorim es peor que un funeral sin lágrimas", dice el optimista refrán judío...
Los klezmorim se desplegaban a todo lo ancho del enorme, altísimo escenario con pendiente hacia la pista, para que se pudiera comprobar que, efectivamente, eran la cantidad de músicos que estipulaba el contrato y, principalmente, que había varios fidlers, violinistas judíos. Porque el mejitn, el padre de la novia, había advertido "¡Para mí, una orquesta sin fidlers no es una orquesta!", con el tono, la severidad y la seguridad de un self made man próspero, mayorista/minorista de Blanco y Bonetería en el Once, que sabe de todo, inclusive de música.
La orquesta tocaba a todo pulmón la Marcha Nupcial de Mendelsohnn. (La otra, la de Wagner, era considerada música nazi y, justificadamente, le traía pésimos recuerdos a los que habían llegado a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial.)
Los novios entraban ceremoniosos, duritos, con cara de circunstancias y sonrisa estereotipada. Se besuqueaban con todos como si no se hubiesen visto desde tiempos remotos. La marejada los arrastraba a bailar la tijera tradicional. Rondas concéntricas, enfervorizadas. Nunca faltaba un abuelo que quería lucirse: "¡Dejenmé, carramba, (sic) todavía puedo!".
Al par de vueltas, entre cuatro lo levantaban del suelo boqueando, mientras todos seguían con las palmas, y pateando el piso de pinotea como si estuviesen pisando uva.
jueves, 22 de octubre de 2009
Vicisitudes de aquellos Klezmer de Cine (2, fin)
Los de la bandeja no eran los únicos sufrientes. Estaban también los veteranos acomodadores, de raído uniforme cuasi militar, expertos en calmar las explosiones de irracional entusiasmo. Recorrían continuamente la sala cual cancerberos, iluminando con sus linternas a los revoltosos, a los que apoyaban los pies en el respaldo del asiento delantero, o a las parejitas a las que evidentemente les importaba un pito lo que sucedía en la pantalla, y se esmeraban en lo suyo. Sobre todo controlaban a quienes, desde la pullman, arrojaban a la platea cáscaras de maní o de semillas de mirasol o zapallo salado, envolturas pringosas de Tita o Gofio, puchos, (algunos sin apagar) o peladuras de frutas, en un ingenioso rasgo de fino humor.
Armados de sacrosanta paciencia, los klezmer aguantaban los variados proyectiles que les arrojaban al escenario con exacta precisión, con hondas y sin recato. Hasta que, hartos, explotaban ante el escarnio y bajaban para pelear a puñetes con los vándalos. Ahí se prendían las luces y el público presenciaba un espectáculo bonus track de catch-as-catch-can, que ni Karadagián y La Momia...
Una vez calmados los ánimos, continuaba la película, hasta que un corte del celuloide provocaba una nueva interrupción. Otra vez las luces y otra vez un match, esta vez todos contra todos. Casos hubo en que el cine completo terminaba en la comisaría correspondiente, llevado de a tandas en el 'autito' -el Ford T de la seccional- para labrar actas por infracción al veterano "Edicto Policial sobre Ebriedad y otras Intoxicaciones".
A partir del estreno de "El Cantor de Jazz", con Al Jolson, en 1928, los músicos fueron despidiéndose de los biógrafos. Las cintas ya eran sonoras. Como no los nacesitaban más, violín en bolsa (literalmente), y a otra cosa.
Alrededor de los '50 el cine en 'Radiante Technicolor' había desplazado a todo otro entretenimiento con seres humanos. Fue entonces que Perón 'inventó' y legisló el controvertido y obligatorio "Número Vivo".
Con la entrada se abonaba un plus para disfrutar (¡!), previo a la película, de un mediocre show que consistía en un solista, un dúo o un trío que ofrecía quince minutos de sano esparcimiento. Tangos, rancheras, canzonettas, freilaj, paso dobles. Cualquier cosa: daba lo mismo. El Estimado Público, impaciente, no escuchaba nada, no daba bola, gritaba, comía, y abucheaba a los 'artistas' arrojándoles variadas hortalizas.
Un sábado, en la sección vermouth del Rívoli de Villa Crespo, -de esto que voy a contar fui testigo presencial- el alboroto fue tan espantoso que, ante la imposibilidad de seguir con la rascada, el guitarrista y yo, con mi violín, nos refugiamos detrás del telón de carcomida pana roja con flecos pseudo dorados, para salvar nuestras humanidades e instrumentos. Porque él así lo quiso, dejamos solo al cantor, furibundo y enrojecido, alto y flaco, de negro a rayas, funyi y lengue. Con insensato heroísmo, y esquivando naranjas ya chupadas, aferró el micrófono a cinta y agitó la bandera blanca hecha con su canfinflero pañuelo de cuello. Consiguió domar por un momento a las fieras y pidió permiso.
Increíble: picados por la curiosidad, atónitos ante tanto coraje, las bestias le concedieron una tregua y él comenzó por preguntar:
-"¿Quieren saber ustedes, respetable público, por qué un artista como yo está aquí, en este número vivo miserabilísimo, eh?"
Y comenzó a relatar. Era por causa y consecuencia de su solitaria y triste infancia en el orfanato israelita de Burzaco.
Fue haciéndose un silencio compasivo. Continuó contando su pavorosa adolescencia, signada por incontables incidentes antisemitas en la escuela, y variadas terribles enfermedades, tisis en Cosquín incluída. Algunos ya no pudieron contener una furtiva lágrima.
Increíble. Yo ya sabía que cantaba mal, pero advertí que contaba bien, con una mano en el corazón, la cabeza gacha y los ojos húmedos. No tenía nada que envidiar a Berta Singerman, con ademanes y todo.
Cada vez era mayor la atención -y la tensión- en la sala. La de él era una vida indigna, pero digna. Digna de ser llevada al cine. Contó cómo pudo sobreponerse gracias al amor, y muchos avatares más, hasta llegar al final, cuando se reencontró, por fin, con su ídishe mame, su pobre madre querida y, contradiciendo al tango, no le dió disgustos.
En medio de un silencio sepulcral, pidió disculpas por su sinceramiento, lo que provocó un cerrado aplauso, afectuoso y solidario como nunca en su vida le habían otorgado cuando cantaba, e hizo mutis por el foro, cabizbajo.
Se apagaron las luces y pasaron el noticiero "Sucesos Argentinos" con el reciente multitudinario acto por el 'Día de la Lealtad', una enjundiosa reaparición del filósofo Aloé, y noticias sobre la originalísima bomba atómica en botella que Richter fabricaba para Perón en la isla Huemul.
Comenzó la tan esperada cinta. A medida que avanzaba la trama, una extraña sensación de "dêjá vu" fue intranquilizando a los espectadores. De a poco fueron intercambiando impresiones entre ellos en voz alta, casi gritando.
Todos estaban de acuerdo. Bramaban. Querían incendiar el cine, y casi lo logran, cuando se dieron cuenta, definitivamente, de que la conmovedora historia relatada por el vengativo cantor era igualita igualita al argumento de la película.
Con final y todo.
(The End)
martes, 20 de octubre de 2009
Vicisitudes de aquellos Klezmer de Cine (1 de 2)
El violín es, indiscutiblemente, el rey de los instrumentos de cuerda. Es impensable su ausencia, tanto en la música culta, como en prácticamente todas las expresiones populares.
En Europa, a comienzos del siglo pasado, las bandas trashumantes de gitanos o klezmer incluían siempre violines. En su repertorio había tangos, que interpretaban con un ritmo particular. Era el tango "a la europea". Y ahí se lucían los arcos.
Esos sonidos inspiraron a los magnates de toda clase de negocios -ninguno ni remotamente relacionado con las artes-, convertidos en advenedizos productores artísticos del Hollywood incipiente. Imaginaban que esa clase de música era el fondo adecuado para un seductor como Rodolfo Valentino.
"¡Tangó!" le ordenaban a las primitivas salas de biógrafo que pasaban cintas mudas. Los personajes que encarnaba "Rudy el Sublime" eran siempre exóticos, disfrazado él como una extraña mezcla de gaucho argentino y cantaor andaluz, ensombrerado con borlas y todo.
Por supuesto, no era ni lo uno ni lo otro. Así, ridículamente vestido, hacía como que bailaba amanerados tangos 'a la gigoló'. Desde el telón plateado arrancaba profundos suspiros e histéricos grititos a sus fanáticas admiradoras peinadas a la garzón. Suspiraban y ululaban exitadísimas, pero sin sentir culpa. Para eso, la Paramount Pictures aclaraba ya desde los títulos: "Las Vistas son Altamente Morales. Pueden Verlas las Señoritas Sin Mengua de su Moralidad" (sic).
En esos tiempos, las 'vistas' insonoras se pasaban en salas que alternaban teatro y cine, con precarios proyectores a llama de éter y oxígeno, que frecuentemente quemaban el celuloide llenando de humo la sala.
En el alto escenario, equipado con un vetusto piano vertical que antaño había sido pianola, ubicados a un costado de la pantalla y atentos al desarrollo dramático, uno, dos o -como máximo- tres músicos trataban esforzadamente de hacer coincidir lo que tocaban con lo que se veía. Casi siempre era un vano intento.
Cuando esos primitivos sonorizadores eran más que un triste y solitario pianista, el segundo era infaliblemente un ejecutante de violín. Un músico era un solista. Dos eran ya considerados una orquesta. Y, "orquesta sin violín no es orquesta", era el consenso unánime. Estaban a cargo del instrumento de cuerda los trémolos que anunciaban la proximidad del monstruo, o la romanza que ilustraba un beso tan fingido como fatal.
Esos músicos eran, casi en su mayoría, klezmorim inmigrantes. En el Soleil y el Excelsior, sobre Corrientes, el Ombú en Pasteur 641, o el Mitre, en Triunvirato al 700, -teatros ya entonces vetustos, ubicados estratégicamente en el Once o en Villa Crespo- se proyectaban con frecuencia películas mudas con carteles aclaratorios en ídish, de trágica -¿podía ser de otra manera?- temática judía. Madres ojerosas ahogadas en llanto, novias pecadoras abandonadas con justa razón, despreciables hijos ingratos con bigotitos y cara de villano, etc.
Acompañar esas cintas era placer supremo para un klezmer. Todo su repertorio lacrimoso era agotado, pero cuando -raramente- había un final feliz, explotaban los sher y los freilej para subrayar el triunfo del amor. Los espectadores, levantándose de las duras butacas de madera, que tenían bajo el asiento un artefacto de grueso alambre para colocar el infaltable sombrero (aunque muchos se descubrían sólo después de las furiosas protestas de quienes estaban sentados detrás), aplastaban en el piso de tablas de roble el cigarrillo que estaban pitando impunemente, y salían a bailotear en los pasillos batiendo palmas conmovidos, como claro testimonio de que esa música había llegado a sus corazones y a sus pies.
En otros biógrafos se pasaban en continuado dos o tres películas. Eran los precursores del '3 x 1' marketinero actual. Comprando una entrada se podían ver tres cintas al hilo.
Las más exitosas eran las del Far West, vulgarmente llamadas 'de convoys', con Tom Mix y otros pseudos centauros con revólveres invaciables. Se ilustraban con fox-trots y otras yerbas similares. Pero, en las escenas en que el muchacho cabalgaba velozmente para salvar a su novia de los malvados indios, era de rigor la Obertura de 'Caballería Ligera', la ópera de Franz Von Suppé.
Estupenda creación de 1866, esa Obertura parecía expresamente compuesta para que, 60 años después, los espectadores porteños de 1926, enfervorizados, corearan a todo pulmón: "¡Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás!, etc. etc.". Mientras, sacaban del pékale que les habían dado las mames, (ídishes, tanas, galaicas, lo mismo da) y engullían descaradamente kakletn, latkes o sándwiches de anchoa y cebolla en pan flauta con manteca, remojados con una Bilz o un sifón entero. Los chocolatineros, que cargaban infructuosamente sus pesadas bandejas, los relojeaban con odio porque, claro, no les compraban casi nada. Sólo algún que otro apolillado maní con chocolate.
(Continuará)
En Europa, a comienzos del siglo pasado, las bandas trashumantes de gitanos o klezmer incluían siempre violines. En su repertorio había tangos, que interpretaban con un ritmo particular. Era el tango "a la europea". Y ahí se lucían los arcos.
Esos sonidos inspiraron a los magnates de toda clase de negocios -ninguno ni remotamente relacionado con las artes-, convertidos en advenedizos productores artísticos del Hollywood incipiente. Imaginaban que esa clase de música era el fondo adecuado para un seductor como Rodolfo Valentino.
"¡Tangó!" le ordenaban a las primitivas salas de biógrafo que pasaban cintas mudas. Los personajes que encarnaba "Rudy el Sublime" eran siempre exóticos, disfrazado él como una extraña mezcla de gaucho argentino y cantaor andaluz, ensombrerado con borlas y todo.
Por supuesto, no era ni lo uno ni lo otro. Así, ridículamente vestido, hacía como que bailaba amanerados tangos 'a la gigoló'. Desde el telón plateado arrancaba profundos suspiros e histéricos grititos a sus fanáticas admiradoras peinadas a la garzón. Suspiraban y ululaban exitadísimas, pero sin sentir culpa. Para eso, la Paramount Pictures aclaraba ya desde los títulos: "Las Vistas son Altamente Morales. Pueden Verlas las Señoritas Sin Mengua de su Moralidad" (sic).
En esos tiempos, las 'vistas' insonoras se pasaban en salas que alternaban teatro y cine, con precarios proyectores a llama de éter y oxígeno, que frecuentemente quemaban el celuloide llenando de humo la sala.
En el alto escenario, equipado con un vetusto piano vertical que antaño había sido pianola, ubicados a un costado de la pantalla y atentos al desarrollo dramático, uno, dos o -como máximo- tres músicos trataban esforzadamente de hacer coincidir lo que tocaban con lo que se veía. Casi siempre era un vano intento.
Cuando esos primitivos sonorizadores eran más que un triste y solitario pianista, el segundo era infaliblemente un ejecutante de violín. Un músico era un solista. Dos eran ya considerados una orquesta. Y, "orquesta sin violín no es orquesta", era el consenso unánime. Estaban a cargo del instrumento de cuerda los trémolos que anunciaban la proximidad del monstruo, o la romanza que ilustraba un beso tan fingido como fatal.
Esos músicos eran, casi en su mayoría, klezmorim inmigrantes. En el Soleil y el Excelsior, sobre Corrientes, el Ombú en Pasteur 641, o el Mitre, en Triunvirato al 700, -teatros ya entonces vetustos, ubicados estratégicamente en el Once o en Villa Crespo- se proyectaban con frecuencia películas mudas con carteles aclaratorios en ídish, de trágica -¿podía ser de otra manera?- temática judía. Madres ojerosas ahogadas en llanto, novias pecadoras abandonadas con justa razón, despreciables hijos ingratos con bigotitos y cara de villano, etc.
Acompañar esas cintas era placer supremo para un klezmer. Todo su repertorio lacrimoso era agotado, pero cuando -raramente- había un final feliz, explotaban los sher y los freilej para subrayar el triunfo del amor. Los espectadores, levantándose de las duras butacas de madera, que tenían bajo el asiento un artefacto de grueso alambre para colocar el infaltable sombrero (aunque muchos se descubrían sólo después de las furiosas protestas de quienes estaban sentados detrás), aplastaban en el piso de tablas de roble el cigarrillo que estaban pitando impunemente, y salían a bailotear en los pasillos batiendo palmas conmovidos, como claro testimonio de que esa música había llegado a sus corazones y a sus pies.
En otros biógrafos se pasaban en continuado dos o tres películas. Eran los precursores del '3 x 1' marketinero actual. Comprando una entrada se podían ver tres cintas al hilo.
Las más exitosas eran las del Far West, vulgarmente llamadas 'de convoys', con Tom Mix y otros pseudos centauros con revólveres invaciables. Se ilustraban con fox-trots y otras yerbas similares. Pero, en las escenas en que el muchacho cabalgaba velozmente para salvar a su novia de los malvados indios, era de rigor la Obertura de 'Caballería Ligera', la ópera de Franz Von Suppé.
Estupenda creación de 1866, esa Obertura parecía expresamente compuesta para que, 60 años después, los espectadores porteños de 1926, enfervorizados, corearan a todo pulmón: "¡Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás!, etc. etc.". Mientras, sacaban del pékale que les habían dado las mames, (ídishes, tanas, galaicas, lo mismo da) y engullían descaradamente kakletn, latkes o sándwiches de anchoa y cebolla en pan flauta con manteca, remojados con una Bilz o un sifón entero. Los chocolatineros, que cargaban infructuosamente sus pesadas bandejas, los relojeaban con odio porque, claro, no les compraban casi nada. Sólo algún que otro apolillado maní con chocolate.
(Continuará)
lunes, 5 de octubre de 2009
Los Gelbard: Ber, Fer... y Bequer (2, End)
-¿Sabe, mámele? -dijo ufano Ber, el padre de Fer- vengo escuchando música klezmer en la radio de la limusina. Tengo puesta fija la "Ídishe Shu". Mis custodios ya se van acostumbrando. Creo que... casi, casi, hasta les gusta... o por lo menos, se la bancan. Si hasta Rucci tararea canciones ídish, y me pide que se las traduzca...
Ferni terminó de ejecutar -en el sentido literal de la palabra- a la ídishe mame, y sacó de su bolsillo un tonette de plástico. Lo empuñó con su mano derecha -para tocar las melodías- y con la mano izquierda hacía ¡al mismo tiempo!, los acordes de acompañamiento. ¡Una proeza musical, digna del Soleil! (el Teatro, no el Cirque...)
Ya envalentonado y dispuesto a todo, arremetió contra 'Hava Naguilah'. Don Szmedra, como si tuviera shpilkes en el tujes, se paró de un salto, corrió el shlape negro para atrás y se puso a zangolotear, dando palmadas. Agarró a su mujer, que tenía una filosa cuchilla en la mano derecha (la izquierda, cerrada en un puño, le servía de medida para el grosor de las fetas de fiambre). Ella se secó las manos en el delantal y, sin soltar el ominoso facón, aferró apasionadamente al Ministro y a un par de barbudos que esperaban pacientemente su turno, e iniciaron una loca ronda vertiginosa en el medio de la fiambrería.
Yo, con mis modestos 100 gramos de pastrom ya pagados y envueltos en papel de estraza, intuía que estaba siendo testigo afortunado de una especie de rara combinación de Waterloo, colinas del Golán, Ayohuma y un Vilcapugio de trascendental importancia para el futuro de mi Patria. Lástima no tener una camarita, aunque fuera sólo una mísera Kodak de cajón... Estuve a punto de llamar a Crónica, pero no llegarían a tiempo.
Los taconeos, las palmadas y los gritos retumbaban escandalosamente, rebotando entre el piso de largas y baqueteadas tablas de pinotea, y el alto y húmedo cielorraso.
Me acerqué a la vidriera que, durante generaciones y generaciones, habían profanado miríadas de moscas. Oteé alternativamente a la calle -donde los gorilas miraban atónitos hacia arriba, sin poder creer lo que oían, apuntando las Itakas hacia el local- y la alucinante escena del interior.
Milagros de la música klezmer.
Gelbard, el excelentísimo señor ministro de economía, enajenado por el recuerdo de sus propias épocas musicales, bailaba orgulloso de que, ahora, el klezmer era su benemérito íngale de las manos de nieve. El pastrom y la economía podían esperar. Los ceñudos custodios, también.
Gelbard, el excelentísimo señor ministro de economía, enajenado por el recuerdo de sus propias épocas musicales, bailaba orgulloso de que, ahora, el klezmer era su benemérito íngale de las manos de nieve. El pastrom y la economía podían esperar. Los ceñudos custodios, también.
Ahí mismo, en medio del surrealista aquelarre, se me ocurrió el tema para un cuento. Por lo menos ya tenía el título (aunque era un poco largo):
"Un plétzale de pastrom y pepino, acompañado por música klezmer, y su incidencia en la macro economía argentina de los años setenta".
Después ocurrieron diversos maises. Pero esas ya son otras historias.
* Gracias, Gustavo Adolfo Bequer por tus premonitorios versos. Y también, ¿por qué no?, gracias a José Ber & his son, Ambassador Fernando Gelbard.
(Shoin, fin)
domingo, 4 de octubre de 2009
Gelbard: de Klezmer a Minister (1 de 2)
acerca de "El Pastrom y su incidencia
en la Macro Economía
Setentista Argentina"
José Ber subió a trancadas los tres escalones de mármol desgastado, empujó la puerta vidriada, y apartando la cortina antibichos -esas grisáceas tiras de plástico, otrora multicolores- entró con imponencia.
Ya dentro del oscuro salón de paredes azulejadas, frotándose los ojos para ver mejor luego de la resolana exterior, pudo sentir la brisa del par de viejos ventiladores. Oscilaban peligrosamente, pendientes del altísimo techo con parciales molduras de yeso sobrevivientes.
Abajo, en la calle José Evaristo Uriburu al 400, el Ministro Gelbard había dejado de guardia, rodeando los autos oficiales y mirando recelosamente hacia todos lados, a ocho gorilas de bigotazos más negros aún que los Ray Ban con que ocultaban sus ojos. Todos, con la consabida cara de tujes, blandían intimidantes Itakas.
Al Ministro lo acompañaba su hijo, que no se había sacado todavía el saco esmoquin verde loro y el moñito ídem , ni los pantalones, camisa, cinturón, medias y zapatos blancos que eran de rigor por contrato -mucho más importantes que las virtudes musicales- para tocar el piano en la jazz del trompetista Joe Mazzeo, "Il Pistone Cubano", en la matinée de la Confitería Cabildo, en Corrientes y Esmeralda.
-¿Nú, Don Josei? ¿Cómo va la económie?- saludó Don Szmedra, semioculto detrás de la antigua caja registradora plateada, con molduras, 'National' de 1914, mirándolo por encima de los anteojos, y maldisimulando su fastidio por haber tenido que interrumpir la sacrosanta lectura cotidiana del 'Ídishe Tzaitung'.
-¿Nú, cómo va ir? ¡Vá, vá! ¡Ahí va, tirando!- fue la sesuda respuesta de José Ber, el Señor Minister.
La Señora Szmedra se vino desde el fondo portando la enorme y humeante cacerola donde flotaba el pastrom caliente, consagrado fiambre especialidad de la casa desde tiempos inmemoriales, por el cual acudían en peregrinación y con unción, judíos de todos los barrios. Doña Szmedra parecía la musa inspiradora, la vestal, la inventora del pastrom, única dueña de todos sus secretos.
-Va'tener que'sperar, Minister... Hay gente, ¿vio?, y encima, le voy a decir -¡oy vey!- que estos padriastros en los dedos me vuelven mishigue, ¿vio? Menos mal que se me alivian con el agua caliente, cuando meto la mano para sacar el pastrom de la olla, ¿vio? Además, allá en el fondo, en la cocina, estoy con dos alumnas. Le'stoy 'señando los secretos del pastrom genuino a Nucha y Miriam Becker. Pero son meidalej muy jovencitas, casi nenitas...
-Tiempo es lo que me sobra, mámele. -se sincero José- Mientras, mi íngale Fernandito va a tocar algo que le va a gustar, dedicado a esas manitas que saben hacer tan rico pastrom, así se le alivian...
"Del salón en el ángulo oscuro, de sus dueños tal vez olvidado, silencioso y cubierto de polvo, veíase el piano." *
Fernandítele se acercó cautelosamente a ese megaterio sobreviviente de mejores tiempos, pre-Madoff, cuando ahí se celebraban costosos jásenes, y toda clase de eventos.
"¡Cuántas notas dormían en sus cuerdas, como pájaros que duermen en las ramas, esperando la mano de nieve que sabe arrancarlas!" *
El lúgubre y cariado teclado de marfil -ya color marrón panteón- parecía que iba a morder a Ferni. Acercó al catafalco una desvencijada silla de caño renga, se sentó ladeado, sobre sólo un cachete del tujes, y tocó (¿éso era tocar?) como le dio el cuero, "A Ídishe Mame".
"¡Ay!, pensé: ¡cuántas veces el genio así duerme en el fondo del alma!" *
Nuestro joven virtuoso, como si la veterana y cachuza ex-pianola fuera el bíblico Lázaro, y él un Cristo redivivo, le dijo con su esmirriada música, desde el asiento rengolai:
"¡Levántate y anda!" *
La pianola no se levantó ni andó.
(Continuará)
viernes, 2 de octubre de 2009
Satchmo & The Ambassador (5 & end)
El Señor Comisario hablaba sin parar de morder la boquilla que subía y bajaba, dejando caer la ceniza del cigarrillo sobre su corbata con traba... de oro. Sólo suspendía la perorata cuando chupaba el mate que le cebaba un linyera 'demorado'.
Satchmo, ya gris, transpirando, miraba la loca escena con sus grandes ojos más desorbitados de lo habitual. Me hablaba, según yo alcanzaba a entender, de los algodonales, del Tío Tom y me preguntaba entre dientes cuándo el sheriff -como decía él- nos dejaría ir sin condena ni linchamiento. Yo le contestaba encogiéndome de hombros y de alma.
¡Y entonces se hizo la luz!
Nunca en mi vida posterior al incidente me alegró tanto ver hombres de traje negro, zapatos y medias negros, corbata negra y anteojos negros. Se parecían a los tres de C.Q.C., pero éstos eran cuatro, del FBI o de la CIA -qué se yo- y custodiaban al Ambassador de EE.UU.
El Ambassador (alto, rubio, de ojos celestes, comme il faut, pero panzón, con mejillas y cogote coloradísimos, consecuencia de cincuenta mil Budweisser), era quien había traído a Louis Armstrong al far south en gira de 'Buena Voluntad y Confraternidad Americana.'
El embajador del primer mundo no miró ni le dirigió la palabra al comisario del país bananero. Mientras agarraba el brazo de Satch, perforándolo al mismo tiempo con una mirada petrificante, le reprochó -según alcancé a entender- por la travesura "que había puesto en riesgo las incipientes cordiales relaciones de USA con los países del patio trasero, después del lamentable incidente de Braden y Perón".
Como si el Rey de la Trompeta fuese un mocoso díscolo, le dio un coscorrón en la bocha de pelo crespo. A mí me miró con asco, me farfulló "¡son of a..!", empujó al linyera del termo, al payuca cabo de guardia, a un chorrito carterista que baldeaba el patio, salió como una tromba con los cuatro gorilas de la CIA (o del FBI, qué se yo) y su presa aferrada, a los tumbos, vertiginosamente, y desapareció.
Se hizo un silencio casi huraño. El Comisario me miró de arriba abajo. Prendió otro pucho y lo colocó parsimoniosamente en la boquilla. Largó una espesa nube de humo. Suspiró melancólicamente con los ojitos entrecerrados y me dijo, casi paternalmente:
-¿Y a vos no te dió bola el gringo fanfarrón ese?
Después de un largo silencio reflexivo, que a mí se me hizo eterno, me dijo en tono cómplice: -Má' si, afirmativo, dale, rajá. ¡Guardia, sale un masculino!
-Pero pará, pará... Antes de irte, decime: ¿vos creés que se acordará de las fotos autografiadas que le pedí, el Negro Esteban éste? Mmm... si sabré yo cómo son de engrupidos al cuete estos rascatripas piojosos...
Un año después, en 1958, vino a Buenos Aires Dizzy Gillespie. Pero no lo invité a comer a mi casa.
(The end of Satchmo's maises)
Satchmo, ya gris, transpirando, miraba la loca escena con sus grandes ojos más desorbitados de lo habitual. Me hablaba, según yo alcanzaba a entender, de los algodonales, del Tío Tom y me preguntaba entre dientes cuándo el sheriff -como decía él- nos dejaría ir sin condena ni linchamiento. Yo le contestaba encogiéndome de hombros y de alma.
¡Y entonces se hizo la luz!
Nunca en mi vida posterior al incidente me alegró tanto ver hombres de traje negro, zapatos y medias negros, corbata negra y anteojos negros. Se parecían a los tres de C.Q.C., pero éstos eran cuatro, del FBI o de la CIA -qué se yo- y custodiaban al Ambassador de EE.UU.
El Ambassador (alto, rubio, de ojos celestes, comme il faut, pero panzón, con mejillas y cogote coloradísimos, consecuencia de cincuenta mil Budweisser), era quien había traído a Louis Armstrong al far south en gira de 'Buena Voluntad y Confraternidad Americana.'
El embajador del primer mundo no miró ni le dirigió la palabra al comisario del país bananero. Mientras agarraba el brazo de Satch, perforándolo al mismo tiempo con una mirada petrificante, le reprochó -según alcancé a entender- por la travesura "que había puesto en riesgo las incipientes cordiales relaciones de USA con los países del patio trasero, después del lamentable incidente de Braden y Perón".
Como si el Rey de la Trompeta fuese un mocoso díscolo, le dio un coscorrón en la bocha de pelo crespo. A mí me miró con asco, me farfulló "¡son of a..!", empujó al linyera del termo, al payuca cabo de guardia, a un chorrito carterista que baldeaba el patio, salió como una tromba con los cuatro gorilas de la CIA (o del FBI, qué se yo) y su presa aferrada, a los tumbos, vertiginosamente, y desapareció.
Se hizo un silencio casi huraño. El Comisario me miró de arriba abajo. Prendió otro pucho y lo colocó parsimoniosamente en la boquilla. Largó una espesa nube de humo. Suspiró melancólicamente con los ojitos entrecerrados y me dijo, casi paternalmente:
-¿Y a vos no te dió bola el gringo fanfarrón ese?
Después de un largo silencio reflexivo, que a mí se me hizo eterno, me dijo en tono cómplice: -Má' si, afirmativo, dale, rajá. ¡Guardia, sale un masculino!
-Pero pará, pará... Antes de irte, decime: ¿vos creés que se acordará de las fotos autografiadas que le pedí, el Negro Esteban éste? Mmm... si sabré yo cómo son de engrupidos al cuete estos rascatripas piojosos...
Un año después, en 1958, vino a Buenos Aires Dizzy Gillespie. Pero no lo invité a comer a mi casa.
(The end of Satchmo's maises)
Satchmo en el guetto más austral del mundo (4)
Cayó la tarde. Y también cayó el 'autito' de la comisaría 7ma. que nos arreó, sin parar mientes en celebridades, a los responsables del desquicio. Louis no entendía nada, y yo no tenía english suficiente para explicarle que el hot jazz, en esa comisaría del barrio de Once de la Reina del Plata, no tenía predicamento, popularidad ni privilegios.
Para completar la estrafalaria situación, mi vieja nos trajo frazadas, los siete u ocho varenikes fríos que habían sobrado y un termo con sopa tipo 'goldene iuj', por si teníamos que pasar la noche -o el resto de nuestras vidas- en cana.
Estábamos retenidos por infringir el Edicto Sobre Ebriedad y Otras Intoxicaciones (que data de 1904...). Satchmo moqueaba en créole, rogando que lo largaran, pero nadie tenía la más remota idea de su infrecuente idioma ancestral.
Para completar la estrafalaria situación, mi vieja nos trajo frazadas, los siete u ocho varenikes fríos que habían sobrado y un termo con sopa tipo 'goldene iuj', por si teníamos que pasar la noche -o el resto de nuestras vidas- en cana.
Estábamos retenidos por infringir el Edicto Sobre Ebriedad y Otras Intoxicaciones (que data de 1904...). Satchmo moqueaba en créole, rogando que lo largaran, pero nadie tenía la más remota idea de su infrecuente idioma ancestral.
Hasta que, albricias, ¡llegó el Señor Comisario!
-¿Qué los trae por aquí?- fue lo primero que nos dijo, amablemente, con cierto dejo de dulzura en la voz, como si nosotros dos hubiéramos ido en tren de visita de cortesía, por nuestra propia voluntad.
Suspiré hondo, junté fuerzas, y comencé a tratar de explicarle todo ese absurdo y surrealista paso de comedia. El Señor Comisario, de espeso y renegrido bigote bajo el cual se perdía la bombilla del primer mate amargo, me interrumpió, secamente y, autoseñalándose con un dedo de la mano derecha -que lucía un grueso anillo de oro- me espetó:
-¿Usssteeed cree, jo-ven-ci-to, que YO no sé quién es este señor, eh?
-¿En serio? ¡Qué suerte! Entonces, ¿nos podemos ir?- le contesté con un hilo de voz.
-¡Negativo!- me dijo tonante y policial, y encendió -con un Dunhill de oro a bencina- un cigarrillo colocado en una boquilla de marfil y ébano. (También con virola de oro, faltaba más.)
-De aquí no se van -continuó- sin que antes el Señorrr, al que enseguida reconocí -¡es el famosísimo Negro Esteban, el trompetista de la Jazz Savoy!- me firme unos autógrafos en fotos suyas, para unas amiguitas mías, unas chicas de la noche... (no sé si me entienden...) ¡Si nos habremos bajado botellas de champú en el Tabarís o el Chantecler, con su "tu-ru-rú, tu-ru-rú" de fondo!
Me quise morir. Yo, Leibale, el kétzale de mámeniu, ya me veía con traje a rayas, en Sierra Chica, picando adoquines acompañado por el jazzista/klezmer de color (negro), al cual no encontraba la forma de explicarle qué cuernos pasaba en esa tenebrosa Sala de Guardia del guetto más austral del mundo. ¡Hasta donde había llegado el largo brazo del Ku Klux Klan!
(Continuará)
-¿Qué los trae por aquí?- fue lo primero que nos dijo, amablemente, con cierto dejo de dulzura en la voz, como si nosotros dos hubiéramos ido en tren de visita de cortesía, por nuestra propia voluntad.
Suspiré hondo, junté fuerzas, y comencé a tratar de explicarle todo ese absurdo y surrealista paso de comedia. El Señor Comisario, de espeso y renegrido bigote bajo el cual se perdía la bombilla del primer mate amargo, me interrumpió, secamente y, autoseñalándose con un dedo de la mano derecha -que lucía un grueso anillo de oro- me espetó:
-¿Usssteeed cree, jo-ven-ci-to, que YO no sé quién es este señor, eh?
-¿En serio? ¡Qué suerte! Entonces, ¿nos podemos ir?- le contesté con un hilo de voz.
-¡Negativo!- me dijo tonante y policial, y encendió -con un Dunhill de oro a bencina- un cigarrillo colocado en una boquilla de marfil y ébano. (También con virola de oro, faltaba más.)
-De aquí no se van -continuó- sin que antes el Señorrr, al que enseguida reconocí -¡es el famosísimo Negro Esteban, el trompetista de la Jazz Savoy!- me firme unos autógrafos en fotos suyas, para unas amiguitas mías, unas chicas de la noche... (no sé si me entienden...) ¡Si nos habremos bajado botellas de champú en el Tabarís o el Chantecler, con su "tu-ru-rú, tu-ru-rú" de fondo!
Me quise morir. Yo, Leibale, el kétzale de mámeniu, ya me veía con traje a rayas, en Sierra Chica, picando adoquines acompañado por el jazzista/klezmer de color (negro), al cual no encontraba la forma de explicarle qué cuernos pasaba en esa tenebrosa Sala de Guardia del guetto más austral del mundo. ¡Hasta donde había llegado el largo brazo del Ku Klux Klan!
(Continuará)
El secreto de Satchmo (3)
Aunque era la hora de la siesta, casi todos los vecinos de Tucumán al 2100, entre Junín y José Evaristo Uriburu, se fueron amontonando bajo nuestro balcón y pedían otra, otra. Cuando vieron a Louis, que se asomó sorprendido por la insólita repercusión, se produjo un bramido colectivo. Para escuchar, hasta se paraban por unos momentos los tranvías, por exigencia de los pasajeros. Sólo dieron una nota discordante los vecinos de la planta baja, que protestaban con el pretexto de que temían que se les cayera el cielorraso por los patadones con que marcábamos, eufóricos, el ritmo klezmer.
Satchmo, entusiasmadísimo y un poco shiker, tocaba, bailaba y cantaba, todo al mismo tiempo. Yo, también bajo la influencia de los vahos etílicos, creía que era un sueño eso que estaba ocurriendo en mi propia disfuncional morada familiar.
Al agitarse, al morocho se le abrió un poco más la camisa, permitiéndome ver la Estrella de David de oro que colgaba de su cuello. Yo ya había oído la historia aquella, y esto lo corroboraba. Me la había contado Blackie, la fantástica Paloma Efron, que conoció a Pops años antes, cuando ella residía en EE.UU. cantando jazz.
Louis, al saber que ella era judía, le confió que en 1907, a los siete años, ayudaba a una familia de New Orleans que con un carro repartía carbón por los prostíbulos del pecaminoso distrito de Storyville. Él era el encargado de soplar una precaria corneta de latón para avisar su proximidad a las prostitutas.
Esa familia eran los Karnoffsky, inmigrantes judíos rusos. La señora Karnoffsky, como buena ídishe mame que era, no permitía que el pequeño Louie volviese a su casa cada noche sin antes darle de cenar. Comida judía, claro, no tenía otra. Y para más, al notar su habilidad con el rústico cornetín, le 'prestó' cinco dólares para que se comprara una corneta 'de verdad'. Era un rezago recogido en los campos de batalla de la Guerra de Secesión. Satchmo no olvidó nunca a esa gente. Ése era su secreto, el maise que aclaraba todo.
Iba cayendo gente al baile. El agente de la esquina, con los manguitos blancos en los brazos y sus altas polainas de cuero negro en las piernas, subió a casa para implorarme que hiciéramos un intervalo, para que se dispersaran los vecinos y -principalmente- los cuatro tranvías 99 atascados que entorpecían el tránsito. Y, ya que estaba, le pidió un autógrafo a Satchmo, convencido de que era Rey Charol, el morocho cantante uruguayo, bailarín y concertista de pandereta, lejano antecesor de su compatriota Rubén Rada.
Antes de irse, la muchedumbre agolpada -todos paisanos consecuentes con su credo y las tradiciones barriales- reclamaba un alegre freilaj.
Nuevamente nos salvó el pibe Iosele Wakstein. Se acordó de 'And the angels sings', creación con ritmo y aire klezmer del famoso Benny Goodman, con Harry James en trompeta. Por celos profesionales, Satchmo protestó: '-¡Eso es de Harry!' Pero a los ocho compases se acopló.
(Continuará)
Satchmo, entusiasmadísimo y un poco shiker, tocaba, bailaba y cantaba, todo al mismo tiempo. Yo, también bajo la influencia de los vahos etílicos, creía que era un sueño eso que estaba ocurriendo en mi propia disfuncional morada familiar.
Al agitarse, al morocho se le abrió un poco más la camisa, permitiéndome ver la Estrella de David de oro que colgaba de su cuello. Yo ya había oído la historia aquella, y esto lo corroboraba. Me la había contado Blackie, la fantástica Paloma Efron, que conoció a Pops años antes, cuando ella residía en EE.UU. cantando jazz.
Louis, al saber que ella era judía, le confió que en 1907, a los siete años, ayudaba a una familia de New Orleans que con un carro repartía carbón por los prostíbulos del pecaminoso distrito de Storyville. Él era el encargado de soplar una precaria corneta de latón para avisar su proximidad a las prostitutas.
Esa familia eran los Karnoffsky, inmigrantes judíos rusos. La señora Karnoffsky, como buena ídishe mame que era, no permitía que el pequeño Louie volviese a su casa cada noche sin antes darle de cenar. Comida judía, claro, no tenía otra. Y para más, al notar su habilidad con el rústico cornetín, le 'prestó' cinco dólares para que se comprara una corneta 'de verdad'. Era un rezago recogido en los campos de batalla de la Guerra de Secesión. Satchmo no olvidó nunca a esa gente. Ése era su secreto, el maise que aclaraba todo.
Iba cayendo gente al baile. El agente de la esquina, con los manguitos blancos en los brazos y sus altas polainas de cuero negro en las piernas, subió a casa para implorarme que hiciéramos un intervalo, para que se dispersaran los vecinos y -principalmente- los cuatro tranvías 99 atascados que entorpecían el tránsito. Y, ya que estaba, le pidió un autógrafo a Satchmo, convencido de que era Rey Charol, el morocho cantante uruguayo, bailarín y concertista de pandereta, lejano antecesor de su compatriota Rubén Rada.
Antes de irse, la muchedumbre agolpada -todos paisanos consecuentes con su credo y las tradiciones barriales- reclamaba un alegre freilaj.
Nuevamente nos salvó el pibe Iosele Wakstein. Se acordó de 'And the angels sings', creación con ritmo y aire klezmer del famoso Benny Goodman, con Harry James en trompeta. Por celos profesionales, Satchmo protestó: '-¡Eso es de Harry!' Pero a los ocho compases se acopló.
(Continuará)
jueves, 1 de octubre de 2009
Conociendo a Satchmo... (2)
Sentados alrededor de la mesa de roble ovalada -a la cual le habíamos agregado en el medio la tabla suplementaria de las grandes ocasiones- estábamos todos, nerviosos por la visita insigne.
Mi cuñadito era el único que hablaba aceptablemente english. Estaba en la vanguardia del be-bop y creyó necesario romper el cubito. Para eso no se le ocurrió nada mejor que preguntarle a Satchmo qué opinaba de Dizzy Gillespie, de Stan Kenton, de Charlie Parker, del jazz moderno, etc. Naturalmente, se ganó una silenciosa, furibunda y significativa mirada incendiaria del morocho de New Orleans.
Mi vieja iba y venía, ajetreaba con el vermut, infaltable en ese tiempo, mientras se ponían a punto los varenikes y se doraba el tzíbale. Mi hermanita canturreaba en una oreja del negro un Negro Spiritual, (obviamente) que había aprendido en el coro de Guerberoff, en la Hebraica. Mi viejo, por su parte, le hablaba en idish a 'Pops' en la otra oreja. Total, según él, 'es tan parecido al inglés...' Y Pops cabeceaba asintiendo, por quedar bien, pero no entendía ni un cazzo. ¿Yo? Yo, aturdido, miraba a mi alrededor, como hechizado, y no cabía en mí.
Satchmo repitió por lo menos tres veces los varenikes con cebollita dorada. Mi madre lo miraba embelesada y me decía por lo bajo: -"¿Ves? El shvartzer me comió tres platos. Vos nunca me comiste más de dos..."
A Louis Armstrong, ahíto, se le escapó un gréptzale. Somnoliento y repantigado en la silla dijo, con su voz gruesa, que lamentaba no tener consigo su trompeta, para agradecer de alguna manera el festín.
¡Para qué lo dijo! Se desató una vorágine colectiva. Ni lerdo ni perezoso, mi progenitor corrió a buscar su corneta, para Satchmo, y se sentó al piano Rachals, , Iósele desenfundó su clarinete, yo aferré mi violín 3/4, mi mamá se puso en la batería Ludwig, Dorita agarró la pandereta, Arnoldito una maraca, (una sola), Armstrong sacó del chaleco una de las boquillas Cohnn que siempre llevaba consigo (y que luego me regaló, y tengo como recuerdo de ese almuerzo delirante), y ¡lista la klezmer-jazz-jam-session!
El que nos salvó fue Wakstein. Alto, flaco, desgarbado, con rebeldes granos adolescentes en la cara y rebelde pelo color zanahoria en la cabeza, virgen aún de bar mitzvah por sus escasos doce años y medio, era el único que no había tomado vermut, ni vinito kasher, ni bronfn. Era el único que estaba lúcido, lo cual le permitió razonar que hacía falta un tema musical que uniera klezmer con jazz. Arrancó con 'Bai mir bistu shein' y gritó -bah, alzó un poquito más su juvenil voz aflautada-: '¡Síganme!' Como pudimos lo oímos, y como pudimos lo seguimos. No nos defraudó...
El día que Satchmo probó los varenikes con tzíbale de mi mamá
-"Are you jew?"
Recién habíamos sido presentados por el gordito Mauri, el fotógrafo 'de la farándula' y de los casamientos, entre las bambalinas del Teatro Opera. Yo todavía temblaba de emoción por haberme sacado fotos con él cuando mi ídolo, Louis Armstrong, me espetó esa pregunta sin anestesia. Es que había notado el Maguen David, recuerdo de mi Bar Mitzvah, en el ojal de mi saco cruzado azul de la sastrería "Sheiner Shnaider".
Atiné a responderle 'yes', pero no entendía aún adónde quería ir a parar.
-"Oh, yeaaah, great!"- dijo entusiasmado con su voz bronca, mientras enjugaba con el enorme pañuelo blanco la copiosa transpiración y se aflojaba el cuello, con la trompeta en la mano luego del concierto de jazz.
Y comenzó a explicarme: en cada ciudad de sus giras buscaba un restaurant típico judío, cuyas especialidades lo apasionaban. Quería que yo le recomendara uno en Buenos Aires.
Empecé a escarbar desesperadamente en mi memoria y, de pronto, me iluminé. Con mi precario inglés tarzanesco lo invité a almorzar al día siguiente en mi casa. Sin dudarlo ni por un instante, aceptó. Mi vieja me iba a matar, pero ¿cómo iba a perderme ese increíble privilegio?
Mi padre, veterano klezmer que amaba todas las expresiones de la música, estaba retirado de los escenarios desde hacía un par de años, pero continuaba dando clases y componiendo. Cuando le conté, me aprobó enseguida y, para ir aclimatándose, me pidió que yo le pusiera algunos LP de mi héroe en el Wincofón. Él nunca había terminado de entender esa novísima y revolucionaria tecnología del bracito cambiador , o el centro opcional para los 45 rpm, sin contar el tubo de cartón forrado en 'carpenter' enchufado atrás, que él creía que transformaba al Winco en un pseudo estereofónico de última generación. (Tampoco entendía como la novísima radio 'Spica' con funda de cuero legítimo no tenía ojo mágico para sintonizar bien...)
Entretanto mi madre, aunque refunfuñando, se puso a amasar entusiastamente los varenikes que eran su orgullo.
Mi casa era una casa chorizo del Once, en un primer piso. La sala a la calle era simultáneamente living (sólo para las visitas...), comedor, sala de ensayos, luthiería de bronces, academia y todo lo imaginable, al mismo tiempo. Ahí mi padre daba lecciones de perfeccionamiento, entre otros, a un jovencito alumno de clarinete, Iósele Wakstein, ex discípulo de Leo Feidman. Era un NyC de Villa Crespo, donde vio la luz en 1944 y ahora, en 1957, tocaba ya aceptablemente el clarinete requinto. Kázaro él, como mi papá y yo, era fanático de la música klezmer, pero también había lugar en su corazón y en su oído para el hot jazz.
Ese día tenía clase pero Lázaro, mi viejo, no se la suspendió. Al contrario. Quería que Iósele también almorzara con nosotros y conociera ni más ni menos que al gran Louis Armstrong.
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