Corrían los '40. Yo estaba por cumplir 13, y desde los 6 ó 7 cantaba con la orquesta klezmer de mi viejo, que me presentaba descaradamente como un nene prodigio. Una especie de "Pierino Gamba" del subdesarrollo. De pantalón corto y cortas condiciones musicales...
.Mi mamá me llevó a 'Becrom', la sastrería -en esa época- de onda. Estaba en Corrientes y Larrea. Allí ella eligió el primer traje de pantalón largo para su barmitzve bujer, para que lo luciera en la trascendental ceremonia de transición a la mayoría de edad. Y, de paso, que luego me sirviera para aparentar ser, ya, un klezmer dendeveras.
Azul eléctrico, cruzado seis botones, rutilante y enceguecedor. Camisa celeste, rígida de tan almidonada, con ballenitas de celuloide. Corbata finita azul con rayas amarillas. Yo parecía (y casualmente era) de Boca. Medias blancas, zapatos nuevos Guante, acordonados, a dos colores combinados, marrón y blanco, bien de milonguero. Tales, tviln y iarmulke, los tres atributos religiosos, de la Librería Judía Sigal, todo en una funda de raso azul (220 volt.) haciendo juego con con el traje.
¿Qué menos para su groiser butz pero tan sheiner íngale? Yo era alto pero así, disfrazado, parecía un clown enano..
¿Qué menos para su groiser butz pero tan sheiner íngale? Yo era alto pero así, disfrazado, parecía un clown enano..
Me tomaron la típica foto sepia con todos los adminículos puestos. Con las orejas totalmente coloradas, apantalladas por el corte media americana, peinado con Glostora, apoyado en una columna de madera del afamado estudio de Schein & Bianchi. Se hicieron copias encarpetadas para envío a (y envidia de) los parientes de Eretz Israel, Brooklyn y Tartagal. Todo lo mejor de lo mejor.
.Continué mi ardua preparación con el lerer Mordejai Veisijvus. El maestro venía a casa sudoroso, con aroma pédico a 'Fun Di Zeklej', portando cansinamente su baqueteada valija de cartón marrón, donde llevaba los libros, medio pan Goldstein, un bursht con ajo acompañado por tzíbalej: dos o tres cebollas. ¡Ah!, y un paquete de pastillas de menta D.R.F., que nunca abrió. Mi hermanita y yo nos disputábamos el privilegio de ir al encuentro de su sapiencia en el segundo turno, cuando sólo restaba esperar su estereofónico greps final.
Únicamente me faltaba memorizar mi discurso de circunstancias: "Joshuve fraint un umzístzike fresers, etc.". Lo iba a recitar en ídish como un loro -no sabía lo que decía-, luego de la ceremonia en el Shnaidersher Shil, la sinagoga de la calle Lavalle, al lado del colegio Quintana, mientras los diez gerontes integrantes del cada vez más raleado grupo de rezos de las 7 a.m. engullían los knishes de papa y el leikaj de miel -caseros, obvio- y agotaban el shnaps de la ineludible botella de ginebra Bols. Concluido el tocante ritual, ya era yo un judío genuino, hecho y derecho. Al sábado siguiente canté en un casamiento, cambiando la corbata por un moñito, pero ya no como nene prodigio sino como un shmok con voz finita en vías de cambio.
.Orondo, exultante, al día siguiente inicié mi travesía por la adultez.
En Plaza Once, cercana a mi casa, en la Recova del Hotel Marconi fui a comer mis amadas empanadas fritas. Y como ya era grande, acompañadas por vino moscato. Una empanada, dos, y en la tercera la fatalidad. Había olvidado que ésas eran las que se llamaban "empanadas de pata abierta", porque chorreaban la grasa veterana en que habían sido fritas. En la tercera de carne picante, obnubilado por los efectos del segundo moscato, bajé la guardia. Mordí con energía la maledetta empanada, y saltó esa grasa infame hacia la solapa izquierda del flamante e inmarcesible traje azul tsunami, casi al lado del bolsillo de donde asomaban las rígidas cuatro puntas almidonadas del pañuelo blanco.
En Plaza Once, cercana a mi casa, en la Recova del Hotel Marconi fui a comer mis amadas empanadas fritas. Y como ya era grande, acompañadas por vino moscato. Una empanada, dos, y en la tercera la fatalidad. Había olvidado que ésas eran las que se llamaban "empanadas de pata abierta", porque chorreaban la grasa veterana en que habían sido fritas. En la tercera de carne picante, obnubilado por los efectos del segundo moscato, bajé la guardia. Mordí con energía la maledetta empanada, y saltó esa grasa infame hacia la solapa izquierda del flamante e inmarcesible traje azul tsunami, casi al lado del bolsillo de donde asomaban las rígidas cuatro puntas almidonadas del pañuelo blanco.
.¿Cómo podía volver a casa y enfrentar así a mi mámeniu, que con tantas privaciones y sacrificios (como ella decía) me había comprado ese portento de elegancia?
Regresé subrepticiamente, como un ratero. Por suerte, no había nadie. Recordaba que mi hermana decía que las manchas aceitosas se quitaban absorbiéndolas con calor. Y mi hermana sabía. Vaya si sabía...
Armé la tabla y enchufé la plancha. Coloqué prolijamente la solapa del trágico saco azul eléctrico sobre la tabla y busqué, desesperado, papel secante (en esa época, la de la pluma cucharita y tinta azul, aún se usaba). Ante la ausencia de papel secante, reflexioné: buen sustituto será el papel higiénico doblado tres o cuatro veces. Fui al baño. Sólo restaba un trocito.
.Ni pude doblarlo. Lo puse prolijamente sobre la ominosa mancha, y encima la plancha caliente. Estaba inquieto. No podía esperar un tiempo prudencial. Por eso, entretanto, aproveché para hacer alguna de mis otras tareas, todas ellas, a mi necio criterio, importantísimas...
.El humo que invadía toda la casa me advirtió que algo andaba mal. Oy vey. La plancha ardiente había atravesado el papel higiénico, la solapa, el acolchado, la tabla, y cayó de punta al piso, dejando el fatídico testimonio de la incineración hasta en los listones de pino spruce.
.Mi mame, en medio de imprecaciones en ídish y lágrimas también ídishes, amputó sin compasión las dos solapas y convirtió el saco en una especia de cárdigan, que nunca llegué a usar, aunque ella insistía.
.Quedé traumado. Desde entonces las empanadas ya no son de mi predilección. Aunque sean caseras y cocinadas al horno.
.Además, me tuve que comprar de apuro, en la calle Libertad, un saco smocking de segunda mano. Era lila con solapas violeta, un poco grande para mí, pero "muy prestigiante para un 'muchachitele' joven y buen mozo como usted".
Había pertenecido -según me convenció el astuto y adulador paisano de la compra-venta- ni más ni menos que a Francisco Canaro...
(Collages: L.V. - Se autoriza su reproducción)
Leibl, la historia de mi Barmitzvah en Tucuman en 1953 tambien tuvo mas peripecias que normalidad. Hice un trato con el Rebe Benito Liaks (que tambien arreglaba relojes) para que solo me ensenie los bruchas minimos para zafar.
ResponderEliminarEra Febrero en Tucuman,40 grados, y mi mama no tuvo mejor idea que comprarme un traje celeste con rayitas blancas....de franela gruesa.Con ese traje y mi corbata monito parecia un potz.Yo no podia aguantar mas sin pantalones largos, asi que el domingo anterior al Barmiztvah, comimos en la casa de mi tia Blima, toda la familia. Estrene el traje Hicieron fideos con tuco y me tire un plato de los mismos en el pantalon, a la altura del @#$% asi que me quedo una mancha espantosa. Solo la tintoreria pudo remediarlo. En dia de la fiesta el fotografo local saco fotos con magnesio y me entere un par de dias despues que no habia salido ninguna foto. En ese caso, no me senti como parte del pueblo elegido... A kish in punem, Fernando Gelbard, pensador libre.
gelbard arroba hotmail punto com