viernes, 13 de noviembre de 2009

"En el Principio fue el Klezmer"

... y en el Final También.

"Klezmer" es la música judía originaria del este de Europa. Esta palabra está formada por 'kley', (instrumento musical) y 'zemer', (canción) y es también el nombre genérico de sus intérpretes.

Buscar hoy a Finstererloj en un mapa, será infructuoso. Era una aldea perdida en la Galitzia polaca, igual a tantas otras. Pero ya no está. A comienzos del siglo pasado tenía sinagoga, rabino, y podía formar sin dificultad un minián, es decir, reunir diez hombres para rezar cotidianamente. Esos humildes judíos piadosos ejercían en Finstererloj los oficios elementales, y varios de ellos, en sus pocos ratos libres, tocaban diversos instrumentos. Eran klezmer para su propio regocijo. De vez en cuando, para ganar algún groszy más, solían ambular llevando su música y su alegría a cualquier aldea de los alrededores que los convocara porque tenían algún festejo.

.El peluquero Burak, enjuto y lánguido, era uno de esos klezmer. Esa noche trancó la puerta de su precaria cabaña de troncos y se sentó en el único banco de madera. Afuera ya estaba oscuro y caía una rala pero insistente nevisca. Aunque tiritaba de frío, pues ya no tenía más leña, secó el sudor de su frente y el tafilete interior de la vieja gorra con el pañuelo. Miró la tijera, el peine y la navaja. Las había dejado justo al lado del violín. Ahí estaban, juntas, las prolongaciones de sus manos: su oficio de barbero y su alma de músico.


Burak suspiró hondo, con un krejtz. Hoy no había atendido a ningún cliente. Ergo, hoy no tendría qué cenar. Así que iba a aprovechar para practicar un rato. Acarició las cuerdas, tomó el violín y apoyó su barba en la mentonera. Afinó lo mejor que pudo y pasó el arco ida y vuelta. Se notaba que a las crines les faltaba resina. El último trocito se le había caído entre la tierra apisonada sobre la que bailaban los invitados al último jásene, el casamiento de Rújale y Shloime. Con un poco de mazl, su parte de lo recaudado serviría para comprar un buen pedazo de resina. Uno entero, para afinar todo el -su- futuro. Gracias a Dios, el ricachón del pueblo celebraba el bar mitzváh de su hijo mayor. Eso sí: siempre que, como único pago, pasaran la gorra entre los concurrentes...

A Hershl, el pastor de cabras, las pocas que poseía lo seguían a todos lados. Incluso dormían con él en su modesto sucucho. Así olía. No le faltaban tzures al desgraciado Hershl. En un descuido suyo, en la última actuación, algún vándalo pisó la vara de su viejo trombón.

. Enoj, el herrero y bombista, dejó de lado por un rato al caballo percherón que estaba herrando. Tenía que desabollar el trombón de Hershl antes del sábado. El herrero era fornido, de grandes brazos que acallaban relinchos a trompadas. Bajo el sombrero, que raramente se sacaba, Enoj tenía puesto el iármulke, y no pocas veces los flecos del tales, su manto ritual, se le chamuscaron en la fragua. Enoj no le cobraba a Hershl. A cambio podía pedirle un pellejo de cabrito para su bombo, si se le rompía.

Entretanto Burak, el peluquero, ensayaba marcando el ritmo con sus botas agujereadas. Quizá podría ponerles suelas nuevas con lo que ganara el próximo sábado. Yosl, el remendón, también era un klezmer. Sólo le cobraría el cuero.

Yosl, el zapatero, intentaba tocar el clarinete. Al mirar su vestimenta llena de parches se entendía por qué no le era posible traer de Varsovia cañas para la embocadura de su instrumento. Cómo sucedáneo, las tallaba artesanalmente con el mismo cortante que usaba para las suelas. No sonaban igual, pero...

Burak tocó unos compases de un melancólico nign. Lo deprimía. Entonces cambió por un alegre freilaj. Eso sí le levantaba un poco el ánimo. Estaba él solo con su violín: no había nadie que criticara su dudosa afinación. Su alma, gris como el crudo invierno, fue iluminándose.

Mordejai, el sastre, mientras cosía o cortaba, cantaba. Según el día y el ánimo, sotto voce o alto, algo tristón o algo alegre.
Ya había poca luz. Dejó de cantar y también dejó a un lado la aguja y la cinta métrica. Miró hacia afuera por encima de sus pequeños pero gruesos anteojos. Sacó de entre su espesa barba los alfileres que se caían de sus labios cada vez que suspiraba ¡Oy vey! Aunque le urgía entregar el traje del muchachito que haría el bar mitzváh el sábado, necesitaba un poco de música.
Sopló para desempolvar el acordeón, y rogó que su mujer no estuviera al acecho. Para ella, que su marido descuidara el trabajo por el klezmerai era una lastimosa pérdida de tiempo. Y que se juntara con esos cuasi mendigos, una vergüenza.
Ya su padre, próspero sastre, visionario él, le había advertido: "-Janche, hija mía, un klezmer no tiene porvenir. Es, y será, un shleper, un pedigüeño". Ella insistió, ilusionada. Así fue como su padre, escéptico, le enseñó a Mordejai su oficio para que su hija no pasara penurias. Inútil: como shnaider mediocre que era, el klezmer sigiloso pasaba penurias. Janche y sus tres hijos, también.


La gente de Finstererloj estaba orgullosa de tener en esa noche de sábado su propia Klezmer Band. Se hacían oír desde lejos, y hasta superaban a las campanadas de la capillita en cuyo portal
se sentó a descansar la viejecita Sure. Un pañuelo anudado cubría sus cabellos blancos.
Portaba, encorvada, un madero con dos baldes de leche recién ordeñada en sus extremos.
No había sido invitada a la fiesta.
Excepto Sure, todos los judíos de la aldea estaban reunidos.
Un salvaje pogrom cosaco irrumpió en pleno festejo y arrasó con la alegría, devastando, matando, saqueando. Nada quedó de Finstererloj. Sólo restos humeantes... y Sure, espantada.


Sure agradecía a Dios que ésa, raída, fuera su única vestimenta. Era el motivo por el que no la habían invitado a la última, trágica fiesta. A eso le debía el estar con vida.


Noviembre 2009

































































































































































No hay comentarios:

Publicar un comentario