martes, 22 de diciembre de 2009

Reivindicación del Tate*

*Este cuento, basado en un hecho real, no se refiere a una colectividad específica. Es un pequeño homenaje a los tantos padres inmigrantes de cualquier credo o nacionalidad, que de patrias lejanas vinieron a la Argentina promisoria, con el único bagaje de su voluntad laboriosa y su claro concepto de la vida familiar.
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La ídishe mame ya es un ícono consagrado, no sólo judío sino universal, y en todas las vertientes psicoanalíticas. Bastaría con preguntarle a Woody Allen, si no...
Ya es tiempo de hablar del injustamente postergado ídisher tate, el padre judío, que también tiene lo suyo.
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Al volver a casa, a las seis de la mañana de ese domingo, yo no tenía en claro si mi padre recién se levantaba, o si no se había acostado aún. Como siempre, estaba esperándome con un mate recién hecho, y eran evidentes sus ganas de charlar un rato conmigo. Yo ya estaba acostumbrado: antes de irme a dormir tenía que contarle detalladamente cómo había salido la fiesta de la noche anterior. Papá se bebía, literalmente, los detalles y las anécdotas. Nunca faltaba alguna nueva e insólita.
Lázaro estaba retirado, pero seguía sintiendo la misma pasión por la música de toda la vida. Tocaba su clarinete, su trompeta o el piano. Componía, enseñaba, escribía orquestaciones, escuchaba por radio las novedades para estar al día. Nunca le faltaba papel pentagramado, que llenaba con su precisa -y preciosa- caligrafía musical.
Yo, que me dedicaba fervorosamente al hot en la pionera 'Guardia Vieja Jazz Band', cuando se retiró me puse al frente de su orquesta con gran placer y orgullo, para no interrumpir la tradición familiar. Modernicé detalles, sí, pero tratando siempre de respetar el ancestral espíritu del klezmer que me había sido legado por mis varios antepasados músicos.
En esos primeros tiempos aún no conocía personalmente a las familias que habían contratado a mi viejo, pero que aceptaban que yo lo reemplazara.
Mientras me desprendía del esmóquin, la transpirada camisa de etiqueta y el moñito, entablamos este diálogo:
-¿Qué tal? ¿Todo bien?
Chupé el mate. -Sí papá. Fue una muy buena fiesta, muy alegre, pero...
-¿Pero qué, hijo?
-No sé. Había algo raro, como si ese ambiente no fuera habitual para ellos.
Se tomó su tiempo, pensó, y me respondió.
-Mirá, querido, por lo que sé, el casamiento prometía ser -y me confirmás que lo fue- de primera: ceremonia en el Libertad, fiesta en el Savoy, empresario, el mejor. Orquesta, la nuestra. ¿Qué más se puede pedir? El padre de la novia no mezquinó absolutamente nada.
Cebé otro amargo. -Sí, es verdad, pero tuve la sensación de que el hombre no estaba acostumbrado a ese tipo de lugar, tan suntuoso. Se lo veía contentísimo, sí, pero como sapo de otra laguna. Él -y todos- se movían con cierta timidez.
-Ya que eso es lo que te pareció, voy a contarte una historia interesante, quizá conmovedora. Ese señor llegó a la Argentina hace unos veinticinco años. Tuvo una única hija, la luz de sus ojos, como se dice. Le dió la mejor, la más completa educación, y muchas otras cosas más, todas las que estuvieron a su alcance. Ningún esfuerzo era demasiado, si era por su familia y, especialmente, su hija. Y finalmente ella se puso de novia con un buen muchacho.
Cuando esa hija nació, el padre -con la total aprobación de su mujer, claro- se hizo a sí mismo una promesa: le daría la mejor fiesta de casamiento posible, costare lo que le costare. Esa noche sería digna de una princesa y, en consecuencia, él se sentiría un rey. Y ya ves, parecería que lo logró.
-Pero lo que me contás no explica que este padrino se viese incómodo en su jaquet, como si se sintiera un extraño en esos lugares.
-¿Cuál suponés que es la ocupación de ese padre?
-No sé. Por lo que le costó todo esto, debe ser un importante industrial, un fuerte comerciante, o algo así...
-No, hijo, no. Para cumplir sus sueños, que son los mismos de tantos humildes inmigrantes, esta noche gastó todos, absolutamente todos sus ahorros. Podemos estar o no de acuerdo con su actitud, pero él seguramente es ahora muy feliz, aunque quedó como cuando recién había llegado: con una mano atrás y la otra adelante. Y a empezar de nuevo. Mañana, lunes, regresará al trabajo que tiene desde hace veinticinco años.
-¿Qué hace?
Mi viejo dio una larga chupada al mate, me miró intensamente, y dijo:
-Es estibador, carga bolsas en el puerto.
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Collage: L.V. - Se autoriza su reproducción.

leovigoda@gmail.com



jueves, 17 de diciembre de 2009

Ayer, al Picnic en Tranway. Hoy, en la 4 x 4 al Country

Así fueron los comienzos...

Mi viejo, recién arribado a la Argentina, tenía que ir a tocar en un picnic en Barrancas de Belgrano. Tomaba el tranvía en Liniers pero, al no saber donde bajarse, ni entender ni leer aún ni una palabra de castenalle, le preguntó a un paisano más canchero cómo llegar. Éste le dijo que se bajara en la parada final.
-¿Como se que es la parada final?-, repreguntó en ídish.
El 'experto' le aclaró, también en ídish: -Cuando veas que el motorman estaciona, descansa y se fuma un cigarrillo, ahí te bajás.
Mi viejo se sentó en la primera fila y, expectante, no sacó los ojos del conductor, esperando que prendiera un cigarrillo. Cosas de inmigrante crudito: dio tres vueltas completas del tranway, y pagó tres boletos. A él, justamente, le había tocado el único motorman que no fumaba...
A pesar de todo, mi viejo llegó finalmente al picnic. Exhausto, retrasado, transpirado, pero llegó. Con su corneta y el clarinete bajo el brazo, tarjetas para repartir, el repertorio y los atriles. En pleno verano, de traje oscuro con chaleco, corbata y cuello duro.
Esos picniqueros que lo estaban esperando venían de la vida precaria y las persecusiones europeas. Muchos de ellos hallaron la prosperidad en América. Sabían que sólo con empeño empecinado se podía hacer la América. Para los inmigrantes, toda oportunidad era buena para festejar. Por eso los músicos, los klezmer, no podían estar ausentes en los casamientos, los bar mitzvá y las fiestas anuales de los farein, los sindicatos de trabajadores judíos. Con regularidad se hacían picnics veraniegos de confraternidad. Se juntaban en 'Recreos' ubicados en lo que en esa época, -primera mitad del siglo XX- eran considerados lejanos campos de las afueras de la capital: Barrancas de Belgrano, Núñez, Punta Chica, Tigre...
Los judíos laburantes de Villa Crespo, el Once o Barracas escapaban por un día del trabajo esforzado, de los adoquines ardientes, para hacer vida sana en familia sobre pasto y tierra, cerca del río marrón, con enormes barras de hielo en tambores metálicos, para refrescar las bebidas. Sentados en tambaleantes bancos de madera frente a los largos tablones/mesas sobre caballetes, los picniqueros sudaban embutidos en trajes negros de grueso paño inglés. Tardaban un buen rato en decidir desprenderse del saco y, no siempre, del chaleco. Sólo se concedían un respiro aflojando los cuellos duros postizos y las corbatas asfixiantes. Brindaban con Bilz, naranjín, cerveza y shnaps de ginebra Bols antes de largarse a bailar freilajs y paso dobles sobre el pasto ralo, al ritmo de los klezmer. Sus esposas desplegaban sobre manteles a cuadros el contenido de la canasta de víveres. Arenque, pepino en salmuera, knishes, latkes y goldene iuj, pan koilich casero, el mate y la yerba.
Los chicos, de pantaloncito corto con tiradores e infaltable gorra en la cabeza, potreaban en el barrizal que había dejado la última lluvia. Estaban 'en el campo' y lo gozaban, hasta que oían las previsibles, castradoras reprimendas de la idishe mame, todas de corrido: "-¡No corás! ¡No te ensuciés con ese baro! ¡No te juntés con esos bosiakes, esos aturantes! ¡No jugués a la pelote que sudás y después te resfriás, y te viene la paplektsie, y te morís! ¿Qué va decir la gente de mí? ¡No te saqués el pulióver, para algo te lo puse! ¡Oy vey! ¡Si sabía no te traía a disfriutar del campo! (sic)
Al amparo de algún paredón de ladrillos, bajo la sombra fresca de un añoso árbol con ramas que servían para que colgaran sus ranchos con cinta negra, en mangas de camisa, con tiradores y con un pañuelo anudado al cuello, los músicos formaban una especie de precursora "Klezmer-Jazz-Típica-Fusión Band". Violines y bandoneones, tubas y clarinetes, cornetas y trombones, bombos y platillos, tocaban todos juntos, al unísono y sin respiro, valses, tangos, shers, polkas y los fox-trots, charlestons y shimmys de moda.
Un variado repertorio, cuyas partituras desplegaban sujetas con broches de madera a los atriles, amenizaba el evento. Y las patas de los atriles se hundían en el pasto húmedo. Si había viento las hojas de música echaban a volar. Ni qué hablar si se largaba a llover. El desparramo era tal que la empapada Comisión Directiva en pleno, reunida de urgencia bajo un techito, decidía firmemente: "-¡El año que viene alquilamos un salón, y basta de picnics! ¡Basta de farshterenisht, basta de amarguras!".
Tenían la memoria floja. Al año siguiente buscaban otro recreo. Eso sí, más cerca del Once, Villa Crespo y/o Barracas. Que tuviese quincho. Que no tuviese barro. Pero, por si acaso, para que no se desatase un temporal, rezaban.
Cuando al rato paraba de llover, una zambullida venía bien. Calzando una malla de lana peluda con pechera, y con una estratégica pollerita que disimulaba las prominencias, los hombres, con su salida de baño de tela toalla, a rayas bordeaux y gris, ajustada con un cinturón trenzado, de nudos con borlas desflecadas, iban a los saltitos hasta el agua terrosa.
De atrás escuchaban las latosas reconvenciones de la patrona, también de corrido:
-¡No te me metás después de comer sandía! ¡Cuidá al nene que recién pude conseguir que me coma algo! ¡Fijate si no es hondo! ¡Siempre te digo que me aprendás a nadar! ¡No te me embarés la cabeza! ¡A la salida ponete la salida! ¡No me tomés frío! ¡No me tragués agua! ¡No me mirés shikses! ¡Acordate de tus riniones y de tu kile, tu hernia! ¡Ah, y mucho ojo con tu prióstata! (sic).
Si no había sol, la maledetta malla de lana, sin secarse, picaba más todavía. Si Febo asomaba, los bañistas se ampollaban hasta el delirio, con el dibujo de la pechera recortado en blanco. "-Yo ya te lo dije antes de venir...", era el broche de la reprimenda. "-Menos mal que me traje el ólio calcário... como siempre, yo tengo que pensar en todo".
Mate con facturitas. Luego, un vermucito con sifón y guijarros de yelo martillado en los restos de las barras de hielo. Y una picadita, sin exagerar. Salame, quesito, pickles, aceitunas, que habían sobrevivido a las moscas en la jaula fiambrera de tela mosquitero, parcialmente obturada por los mismos insectos frustrados y furibundos. "-Lo que me sobró lo llevamos para fresn en la cena de hoy, y el desayuno, almuerzo, merrienda y cena de mañana. Como fiambre, eh..."
Se iba el sol y, cual kamikazes, venían los mosquitos a confabularse con las hormigas, las moscas y los bichos colorados.
Espiral y palmeta, autocachetazos y a rascarse las ronchas. Eso indicaba que había llegado la hora de huir. Con el pasodoble "El sombrero", los klezmer daban por finalizado el pomposamente anunciado "Gran PicNic Aniversario, Gran". Mientras tocaban, todos juntos, iban embalando por turno sus instrumentos, plegando los atriles embarrados, guardando las hojas de músicas húmedas.
Todos, picniqueantes y klezmer, con el rancho sobre la cabeza mojada, las madres cargando los chicos dormidos y las cestas, corrían a tomar el último tranvía.
El baterista ponía el bombo -con luz interior y paisajes- y la valija adelante, al lado del motorman quien, estimulado por la generosa propina de cinco o diez centavos, los iba pasando de un costado al otro cuando cambiaba de puerta. Adentro, el guarda cobraba los boletos y cada tanto corría a poner en su lugar el trolley que había zafado del cable aéreo de electricidad.
Iban llegando a su destino. Los cuasi destruídos pasajeros tiraban de las piolitas de la campanilla para indicar que querían bajarse en la próxima parada. El tranvía iba quedando cada vez más vacío. La euforia de la mañana dominguera era suplantada por el melancólico atardecer, víspera del lunes.
Al arribar a la parada final, el motorman bajaba su ventanilla delantera (una especie de parabrisas plano con marco de madera), izaba el salvavidas, -también llamado miriñaque- pisaba el pedal que dejaba caer arena sobre las vías, abría las puertas laterales para ir ventilando, aseguraba la larga palanca de hierro para hacer los cambios de vía, se sacaba la gorra, que ostentaba una placa de bronce con su número, para secarse la frente, abría la cubierta del motor para revisar los contactos, lustraba la manivela de bronce, cambiaba el cartel que indicaba el destino, cerraba el motor, agarraba la manivela, iba callordamente a la otra punta del vehículo, ponía el cartel con el destino opuesto, colocaba la manivela en el otro motor, tomaba la soga para invertir la orientación del trole, haciendo en los adoquines un gran giro semicircular que parecía un paso de ballet, bajaba un asientito de madera de roble con bisagras de bronce que había -para él o para el guarda- al lado de cada uno de los motores, y se sentaba, aflojaba el saco del uniforme de gruesísimo paño gris, se sacaba por un ratito los zapatones y (éste sí) se fumaba un Fontanares negro. Ufff...
Entretanto el guarda, sin largar la boletera cromada cilíndrica ni la faltriquera con la recaudación, iba dando vuelta hacia el nuevo destino los respaldos de los asientos, de madera o esterilla. (Hasta hace muy pocos años, antes de que trajeran los vagones japoneses, en los subtes se hacía lo mismo, ¿recuerdan?)Y, sí. El lunes había que volver a la rutina. El trabajo, la cocina o el colegio. Y mandar a revelar las fotos de la maquinita Kodak de cajón. Aunque borrosas, por lo menos son un tierno y nostálgico recuerdo de nuestros ancestros, para nosotros, hoy.(Collages y dibujos: L.V. Se autoriza su reproducción.

viernes, 11 de diciembre de 2009

¡Mamita, Mamita, Mamitaaa! (3, fin)

Con la turbadora omnipresencia de la espeluznante urna, la lluviosa y gris tarde de domingo languidecía entre apolillados recuerdos, prescindibles anécdotas y desteñidas fotos del álbum de Mamita que sacaron del aparador.
Estaba forrado con manoseado símil Cuero de Rusia, y ornado con un título en letras góticas que alguna vez fueron doradas.
La carátula gritaba : "¡¡¡Mamita Querida!!!. Así, con tres signos de admiración.
Yo miré de refilón el reloj. El Flaco, suspirando ante una amarillenta foto sepia sujeta con esquineros dorados sobre la cartulina gris cubierta con papel araña transparente, comentó emocionado:
-Y lo suave que era el cutis de Mamita...

Desprevenida e ingenuamente, mi noviecita abrió la Caja de Pandora. No tuvo mejor idea que preguntar: -¿Era muy suave?
Para qué. Rojo de indignación, el Gordo les bramó a sus hermanos:
-¡No podemos privar a esta chica de saber, de palpar, cómo era el cutis de Mamita!
Rauda y diligente, Raquelita trajo del siniestro vientre de su dormitorio una blanca mascarilla mortuoria de yeso. No, no era la clásica de Beethoven, la de las clases de dibujo.
Entre temblores y transpiración fría reconocí las inconfundibles facciones mofletudas de aquella cuyas cenizas estaban ante y entre nosotros.
-La mandamos a hacer como último recuerdo cuando la perdimos, para acariciarla todas las mañanas, y especialmente para estas oportunidades. ¡Tocá, tocá m'hijita, no te lo pierdas, tocá qué cutis!
El Gordo aferró el brazo agarrotado de la pálida y aterrada Bettyta. El Flaco colaboró acercando la mano de mi novia a la tétrica mascarilla post mortem, para que la rozara con sus dedos temblorosos. Raquelita observaba la tierna escena con mirada beatífica y las manos entrecruzadas. Y a mi, estrangulada la voz, me sacudían más y más escalofríos.
Los Idersca estaban todos, los tres lunáticos gerontes y la esperpéntica difunta, sonriendo ominosamente. Tal cual, como si fueran patéticos remedos de la Adams Family.
...
En los '60, Betty A., a pesar de haber conocido esos parientes, se casó conmigo porque yo era klezmer.
Veinte años después, en los '80, Betty M. escuchaba pacientemente una y mil veces esta necrófila historia. Pasados ya 30 años, aún no me pidió el divorcio. Increíble.
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Collages y dibujos: L.V. Autorizada su reprodución.



jueves, 10 de diciembre de 2009

A Mamita la queremos tanto... (2)

Visitar a los Idersca en la tétrica casona que alquilaron en Hurlingham, adonde los chantas lobbystas decían que se mudaron buscando aire puro para Mamita (en realidad, huyendo de los acreedores de la City), era para mí todo un acontecimiento. De niño aún, siempre envidié a quienes tenían parientes, y se visitaban. Cuando mi viejo no tenía que tocar en un picnic dominguero viajábamos cargados de viandas, -por si acaso, para no correr la coneja- en un primer colectivo, luego el tren y finalmente otro colectivo, destartalado. Íbamos a pasar el día en el aguantadero donde el trío oficiaba el rito de adoración a la marmórea Mamita. Era un sucedáneo ilusorio de familia.
En mi primera curiosa recorrida guiada por la casona en herradura, con porche y vitraux, pregunté inocentemente dónde dormía cada uno.
-Aquí, Raquelita con Mamita, aquí el Flaco y yo.- me orientó el Gordo. Restaba una habitación al lado. -¿Y ahí, quien duerme?- inquirí.
Fría, seca respuesta: -La muchacha.
Por mi sempiterno e impredecible tic, guiñé un ojo al tío. Él interpretó mi guiñada como una picardía cómplice, y en ese mismo instante me bautizó, sin yo saberlo, como "D.D.S.A.".
Me enteré -treinta años después- que esa sigla significaba que yo era el "Degeneradito De Seis Años".
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A pesar de tantos cuidados, Mamita perdió la vista totalmente, por las cataratas, a los setenta años. A los ochenta y cinco se encaprichó en que antes de morirse quería ver cuánto habían crecido sus pichoncitos en esos quince años. Enfrentó valientemente los riesgos de la operación de uno de sus ojos, el izquierdo. Sobrevivió, y al abrir ese ojo operado, la tuerta venerada exclamó eufórica y en tono heroico:
-"¡Ya puedo morirme tranquila, hemos vencido al enemigo oculístico! ¡He visto nuevamente a mis bebés!"
Sobrevivió diez años más, con un parche a la Moshé Dayán tapando el ojo derecho.
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Entre los cuatro lo habían pactado solemnemente muchos años antes. Mamita o cualquier otro de sus tres 'bebés', al fallecer, sería cremado.
Y un día, a los noventa y cinco años, Mamita se murió.
Era venerada por sus acólitos como si fuera una Virgen en su altar, pero parece que no era inmortal.
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Era tarde cuando llegamos a la Chacarita. El crematorio estaba ya cerrado. El ataúd quedó en el freezer del depósito de cadáveres.
Volvimos al día siguiente, temprano. Abrieron el cajón para que un testigo -¿quién si no yo?- dijese balbuceante, impactado por el macabro espectáculo: "-Sí, sí, es la nuestra". El catafalco fue directamente a la flamígera y siniestra boca del horno, despertando en mí el recuerdo de los símiles nazis.
Los deudos esperábamos afuera. Ahí, el rechoncho tío Bernardo me asfixió con su brazo sobre mi hombro y cuello, mirando ensoñadoramente con su cara coloradota hacia arriba, hacia la chimenea humeante. Señalándomela, sentenció con voz grave; "-¿Ves, Leoncito, ese límpido humo? Es el alma purísima de Mamita que va hacia el Cielo".
Hice ingentes esfuerzos para distinguir el Alma Voladora. Sólo vi humo, nada más.
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Mi novia sí que tenía parientes. De toda clase, como para regalar. Abuelos, tíos, primos.
De los de verdad. No había comparación posible. Pero, para que comprobara que no soy de gajo, la llevé a conocer a mi exótica y absurda especie de familia. Peor era nada.
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Melancólico domingo por la tardecita. Se venía el lunes, y encima garuaba. Íbamos a tomar el té en el antiguo y descascarado departamento de Beruti, con medio kilo de masa secas de la confitería 'El Cañón' y media docena de rosas del kiosco. Planta baja, al fondo. Allí vivían los hermanos Idersca desde que se quedaron solos y en la vía.
-¡Chicos, chicos, vengan! ¡Leoncito trajo a Bettyta!. Raquelita agradeció las rosas que llevamos y las dejó a un costado, sobre el mármol
rajado del viejo aparador bombé Luis XV. Con sus tranquitos silenciosos nos llevó de visita guiada por el oscuro bunker. Repitió, sin saberlo, la misma cantilena de mi infancia: "-Aquí duerme la muchacha...". Pero esta vez la que guiñó un ojo fue la tía.
"-Me hago la que no veo cuando trae algún novio a dormir con ella. Así le pago poco y no se me va", dijo con tono pretendídamente pícaro.
Formalmente sentados todos alrededor de la mesa del comedor cubierta con mantel de ñanduty y sobremantel de plástico cristal -al igual que las fundas de las sillas de pana raída-, me preguntaron con tono compasivo si mi viejo seguía siendo simplemente un klezmer. Como si ellos fueran Rothchilds y vivieran como tales, se dibujaron muecas misericordiosas en sus caras.
Les aclaré, conteniendo mi irritación, que él sí, hasta el fin de sus días, y que yo también seguí su profesión de klezmer.
-¿Cómo? ¿Falleció y no nos avisaste?-, dijeron a coro, hipócritas y escandalizados.
-Es que sabíamos que a ustedes los cementerios en general, y Tablada especialmente, les provocaba urticaria mística-, fue mi respuesta.
Antes de servir el té, Raquelita se acordó de las flores, y las mencionó. El Gordo propuso: -Andá, lleváselas a Mamita, sabés que siempre le gustaron. El Flaco subió la apuesta: -¡No señor, es injusto! ¡Mejor la traemos a Mamita aquí, así participa de toda esta alegría!

Entre los aplausos temblequeantes de los tres vejestorios, mi premonitorio espanto, y la estupefacción de Bettyta, Raquel trajo de su dormitorio la urna de bronce con las cenizas. La ubicó en el centro de la mesa, justo en el medio, -entre las masas secas y las de crema- colocó cuidadosamente las flores casi mustias envueltas en papel manteca encima de la tapa labrada, procurando que quedaran en equilibrio sin tocar los ya veteranos y alabeados sándwiches de cocido y queso, y proclamó: -¿No es una suerte, chicos, que podamos tener a Mamita aquí para siempre con nosotros y, sobre todo para alegría de nuestros queridos familiares?
(Continuará)
Collages y dibujos: L.V. Autorizada su reproducción.



lunes, 7 de diciembre de 2009

Queremos tanto a Mamita... (1)

"Honrarás a tu Mame", Cuarto Mandamiento de la Ley de Moisés
Esta es una historia de humor negro, pero la cuento tal como ocurrió.
Los Wygoda éramos sólo cuatro en la Argentina: mis padres, mi hermana y yo, y sin ningún pariente aquí. Todos los familiares que salieron de Odessa estaban ya, o en Palestina o en Brooklyn. Salvo mis viejos. Ellos vinieron al american far south en tránsito, porque unos paisanos les escribieron que desde aquí era más fácil conseguir la visa británica a la Palestina que, en 1920, estaba bajo el riguroso mandato inglés. Así llegaron a Buenos Aires. Les gustó y nunca se fueron. Pero castellanizaron el apellido: Vigoda. Desde mi más tierna infancia, aunque entre ellos hablaban en ruso 'para que el malchik, el nene, no entienda', yo entendía sus esperanzas de inmigrantes: 'No tenemos a nadie aquí. Ojalá haya muchos jásenes, muchas fiestas con klezmer. Así, algún día, podremos ir a Eretz Israel. Por lo menos, de visita.
Pero esta soledad no era tal, no del todo. Estaban los tres primos Idersca. Mis padres los llamaban, sintetizando, 'los primos'. No estoy muy seguro de cómo venía el parentesco. Creo que había un lejano y difuso tronco común - los tatarabuelos- allá en Europa del Este. De lo que sí estoy seguro es de que el padre de los primos había sido klezmer, tan klezmer como mi viejo. Pero ellos no habían heredado la vocación musical de su progenitor. Los Idersca eran el único, lejanísimo parentesco de los Vigoda. Eran los primos criollos. Los NyC argentinos, porque su padre klezmer inmigró antes. Más aún: tenían toda la apariencia de pioneros, decían ser "Gente de Campo", y en cuanta oportunidad tenían machacaban con la misma cantinela. -"¡El Campo es la Patria, canejo!", con toros, escarapela, alpargatas de carpincho y
galera del Cardón. Nacieron los tres en Mendoza. Y loteaban su terruño, Mendoza. Mejor dicho, loteaban laderas infames de montañas mendocinas. Terrenos pedregosos y verticales que se entregaban "gratis", con nobles fines de colonización, a cualquiera que los solicitara... previo pago al contado de la costosa escritura ante un escribano cómplice. Luego, si es que alguna vez los incautos y eufóricos nuevos 'terratenientes' iban a ver sus tierras, tenían que agarrarse de una mata para no caer al precipicio.
Los hermanos planificaban grandes y provechosas -para ellos- empresas cuyo pergeñamiento no estaba al alcance de la imaginación de inmigrantes inexpertos, sólo dotados para ser simplemente klezmer, y con escaso dominio del castellano. Pero sí para esta gente ingeniosa y empeñada en una patriótica 'misión civilizadora', a imagen y semejanza del General Roca, pero sin tanta efusión de sangre.
Para decirlo rápido y bien: chantas, falsos frecuentadores de pretendidas altas esferas. Para eso se hicieron imprimir suntuosas tarjetas con letras en relieve que proclamaban pomposamente -y en inglés- su ocupación: "Business Lobbyist". Decían ser íntimos del Ministro de Economía de Perón, Miguel Miranda, ¿Era verdad? Mmmm...
Los primos Idersca eran campechanos y, al mismo tiempo, solemnes. Siempre con un oportuno refrán criollo en la boca. El hablar, pausado y paternal. Labia fluida y figura imponente no les faltaban.
También eran cuatro. Tres hermanos y la madre, "Mamita", matrona inmensa, dictatorial, rigurosa, estructurada y severa, de larguísima melena lacia igual a la de Morticia, pero totalmente blanca. Esa melena era cepillada una y otra vez por sus feligreses, sus tres ya creciditos y definitivamente solterones retoños, a saber: I- Tío Bernardo, el "Gordo", parlanchín y sentencioso, siempre de traje azul y moñito cantor. II- Tío Isaac, el "Flaco", meduloso y cerebral, autodefinido como 'experto en cualquier tema', de hablar erudito al divino botón, avalado por sus gruesos anteojos. Ambos, juventosos a fuerza de 'La Carmela'. III- Raquelita.
Ambiciosos de ascenso campestre y sojero, los varones Bernardo e Isaac tenían algo para rumiar bronca: los jodió con los apelativos su papá, el Klezmer Cuyano Ydvorsky. Ese papá, afortunado, se llamaba Alberto gracias a la holgazana estrechez del burócrata del Hotel de Inmigrantes. -¿ Abraham? Má'sí, le pongo Alberto, che.
Alberto duró poco. Un día espichó chupando del espiche de un tonel de vino moscatel: estaba tocando en la inauguración de una bodega kasher y, claro, aprovechaba la bolada.
En el entierro de Abraham Ydvorsky, alias Alberto , sus hijos se juramentaron: el ídish, la música klezmer, el vino kasher y sus nombres deschavantes no iban con ellos. La Viuda, impávida, los aprobó. Cuando con la connivencia de un juez amigo acriollaron el apellido no encontraron pretexto para cambiar los 'Bernardo' e 'Isaac', aborrecidos por alcahuetes. Eso no incluía a la menor, Raquel, 'Raquelita', petisa, mofletuda y virginal. Vestía con puntillas y caminaba en puntillas. Cocinaba horrible pero sano, para sus hermanitos y para Mamita.
El inefable trío se había fijado obsesivamente una primordial y sacrosanta misión en la vida: cuidar a Mamita. En su ciega e irracional veneración, nada ni nadie era comparable con la estatuaria Mamita. Por eso proclamaban su empecinada soltería a tan provecta edad: -"¡Nosotros queremos tanto a Mamita! Aún vivimos con y por Mamita"
Cada tanto aparecían por casa. Yo me la venía venir, y temblaba. Contaban, vasos de té de por medio, fabulosos proyectos, descomunales negocios, siempre a un paso de concretarse. Le preguntaban con cierta sorna a mi viejo: "-¿Vos siempre soplando el clarinete, Léiser? ¿Hasta cuándo vas a perder el tiempo con ese chiquitaje? ¡Dedicate a prosperar, como nosotros, que le rajamos a la música!" Mi progenitor, klezmer a ultranza, agarraba el clarinete cada noche y lo soplaba esforzadamente para ganar el mango. Ese mango que ellos le mangaban sin piedad. Como al descuido, como quien no quiere la cosa, como si fuese una nimiedad, le pegaban el sablazo. "-Es por unos pocos días, hasta que se firme el contrato en lo del Escribano Mengueche y los inversores pongan la mosca." Todo eso dicho con el tono de otorgar un privilegio a quien les preste. Y mis viejos, ingenuos e impresionados, les prestaban lo ahorrado con tanto sacrificio. Después de un tiempo razonable decidían olvidar la deuda.
(Continuará) Collages y dibujos: L.V. Autorizada su reproducción.



viernes, 4 de diciembre de 2009

Berl, el Bardo, se Profesionaliza -2, fin-

Ricardo Mejliker, ese Productor pariente de Don Jaime Yankelevich, le puso dos acompañantes shlepería al Bérale, conseguidos por medio de un aviso en "Di Presse". En piano aporreado, Luisito Abramowicz, de Mosesville. En contrabajo farsante, Jerry Rodriguez, de Lanús Oeste. (Un paisano y un goy, para evitar cualquier sospecha de discriminación.)
Cuando el trío ensayaba, con Berl en tumba y voz, al finalizar cada tema éste les consultaba tímidamente: -¿Cómo salió?-, y le respondían (en un unísono que nunca lograban musicalmente), -Azoi...azoi... (+ ó -)
A pesar del des-concierto, a Mejliker se le ocurrió crear "El Klub del Klezmer", programa televisivo que prontamente haría furor, girando alrededor de la figura de "Kleiner Kernisht" , seudónimo elegido por el productor para nuestro héroe.
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A Kleiner lo acompañaban varios jóvenes debutantes, reclutados en certámenes de "Ídisher Idol" de los barrios de Once, Almagro y Villa Crespo. (De Barracas no, porque ahí son todos 'cotur') Entre muchos otros, Violele Rivkin, Néstl Fabiachik, Morty Conchshtein, July Landman, un flaquito morocho tucumano vendedor de tei con límene, de sempiterna cara de tujes, y June Tedeschy, un chico que inventó el chivo descarado. Él mismo hacía de mannequin vivant luciendo, mientras hacía como que cantaba, los horrendos pulóveres de la fábrica de su padre, Naftule Tedeschy, ubicada -claro- en Villa Lynch
A cada uno le asignan su papel, su estilo y repertorio. Berl/Kleiner hace, con su inocencia pajuerana, el de un buen ídisher íngale. Los padres con varias hijas casaderas, al verlo en la tele, piensan: - Ese sí me gustaría como yerno aunque, por ahora, sea un klezmer. Así, cuando yo me moira, atiende mi guisheft de saldos y retazos de cretona en Juñín y Corientes. Kleiner, el klezmer, se resiste instintivamente a esos cantos de sirena. Lo de él es el canto, a secas. Además, se anima: empieza a componer sus propias canciones, con letra en ídish. El primer boom es un freilaj, "El oranmonkey", que canta él mismo mientras bailotea chuecamente con gestualidad simiesca. Sigue un lídale de cuna: "¡A la cama León!". Un sher, "A shlape de paja" y un cosachok, "¡Qué mázldike soirte!", con el cual Violele Rivkjin consigue dos triunfos: su primer 'Goldene Diske', y enganchar para el himeneo al candoroso Néstl Fabiachik.

Comienzan los exitosos yiros mundiales. En los aeropuertos de cada ciudad adonde va a actuar lo esperan los más altos dignatarios de la Comunidad local, incluyendo una delegación de jóvenes seminaristas del Rabinato bailando ahí mismo, en la pista de aterrizaje, danzas jasídicas y cantando "¡Meshiaj, Meshiaj, oy oy oy, oy oy!". Para compensar la congestión de vuelos que eso provoca, y en un gesto de gratitud por tanta deferencia, Kleiner compone varias canciones dedicadas al enfervorizado público local. Así, en la zona caribeña estrena un bole-gatke, (nuevo ritmo de su propia creación) y lo titula "Méidale, arránca main vida". En Sudáfrica, país de importantes reservas zoológicas, "Cartítale fun Bar León a Radio León".

Un primero de enero, para conmemorar dignamente el Día de la Circuncisión/Bris, lo recibe en audiencia privada el mismo Papa, en el Vaticano. Kleiner le dedica, cantando en el balcón hacia la Plaza San Pedro, "El Cardenal y el Rabino", con letra en arameo bíblico. El Santo Padre está a su lado -modesto, en segundo plano- y no puede contener una lágrima ecuménica, mientras vuelan blancas palomas.

En un Kabalat Shabat en Jerusalén canta, acompañado en Farfisa por su Músical Drekter, Mijail Ribt Vaiber, su primer tema de sobrecogedora resonancia litúrgica, "A Shabes Más". Los concurrentes lagrimean, conmovidos en su judaísmo, por el irrefrenable sentimiento jazunish que Kleiner Kernisht posee en su voz. Ahí, en Jerusalén, la Bíblica, el centro de todas las creencias, es donde Kleiner se estremece y siente el llamado de su fe ancestral.

Los artistas goym -vaya uno a saber por qué- acostumbran dar recitales en ruinas: las preferidas son la Acrópolis o el Coliseo Romano. Él lo hace también en ruinas históricas: las del Templo del Rey Salomón, frente al Muro de los Lamentos. Es el lugar más indicado para estrenar su máxima creación: "Contá conmigo el porcentaje de nuestro balance", delicada canción crematística con letra en hebreo por fonética. Ya en un reportaje de la radio "Voces Sudacas en Israel" había aclarado 'Aní liná medaber ivrit' que, como ustedes seguramente saben, quiere decir 'Aní-liná-Kol-ibrí'. Canta con ritmos apropiados para que bailen Rikudim tres mil adolescentes sabras venidas de de todos los kibutzim del país para verlo y escucharlo. Todas deliran por el cantante, corean sus temas y gritan '¡Shalom, shalom!, ¡Kleiner, Kleiner!', mientras elevan agitadamente sus brazos y encienden bengalas y encendedores Bic.

Bérale se deja una profusa barba y patillas trenzadas y no actúa, por ningún motivo, en día sábado o fiestas de guardar. Luego de su estadía en Tierra Santa vuelve a la Argentina transformado. Místico, reflexivo, ansioso por elevar más aún el nivel religioso de su desbordante creatividad. Aunque los más grandes intérpretes de todo el mundo le ruegan nuevos temas mundanos, Kleiner no los puede complacer porque tiene su asignatura pendiente: ser Jazán, cantar en las Sinagogas, elevar su voz y sus propias melodías en alabanza al Señor. Tanta es su inquietud espiritual y el estrés que le provocan las inevitables dudas y las profundas meditaciones, que su cabellera se vuelve totalmente canosa de un día para otro. Pero no le da importancia: se cubre con una kipá Nike extra large, y chau.

Toma la definitiva definición. Abandona la farándula y la joda sin dar explicaciones a los medios monopólicos. Cuenta con lo único que le importa: la aprobación de su cónyuge, Crisóvskaia Alessandrovna, hija de un Graf Patotzky ucraniano fabricante de heladeras, y también sus varios y variados hijos.

Crisóvskaia, compañera abnegada, comprensiva, rapa totalmente su larga y abundante cabellera y la canjea, faltaba más, por un parik, la peluca de Felipe Sinópoli. Completa su transformación con el baño ritual en la mikváh. Se dedica al crochet y al sachet: fabrica bolsos con los plásticos vacíos de leche "Las Tres Meidalej". Resignadamente organiza una americanishe feria para vender sus carteras Louis Vuitton y su vestuario mundano. Comienza a usar blusas cerradas, largas polleras, medias opacas y a calzar chatitas en lugar de ZarKanYs. Como acertadamente dice la canción, lo hace porque "Main libe es más fuerte..."

He aquí, en el relato infiel de estos conmovedores avatares, el motivo del insólito retiro de los escenarios populares de este genial artista que era motivo de legítimo orgullo para la cole, y su ingreso en el "Max Zalkind's Jewish Music Conservatory", que le confiere el diploma de "Jazán Idol". Hemos perdido un excelso cantor de las cosas noistras.

Pero Kleiner Kernisht, -vuelto a llamarse Berale Mitshniak- se siente muy seguro: está en camino al podio de los más encumbrados cantantes litúrgicos de todos los tiempos. Estará al lado de los inolvidables Jevel Katz, José Derasner, Leibale Suar Schwartz y el cuarteto Guefilte Pescado, con Iósale en teclado de sobaco.

Recién empieza, pero como decía Alberto Jolson, "Aún no han escuchado lo mejor de lo mejor, maine guite fraint un umzístzike fresers..."

Collages: L.V. Autorizada su reproducción.

leovigoda@gmail.com

Dedicado afectuosamente a todos aquellos que involuntariamente protagonizaron este relato.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Berl, el Bardo de Santa Fe y Córdoba - 1

En todos los medios de la farándula, Paparazzi, Gente, Pronto, Caras, fue titular de tapa:
"En la cúspide de su carrera, ¿se retira Kleiner Kernisht?"
¡Qué bardo armó el Bardo! ¿Por qué optó por el canto litúrgico?
Esto es intrigante como un culebrón mejicano. Para entenderlo comencemos, entonces, por el principio.
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Berl, (como es de público conocimiento, éste es su verdadero nombre) nació en Santa Fe, pero al mudarse su familia a los salutíferos aires de Córdoba se le pegó la tonada hasta al chapurrear el ídish que se hablaba en su casa. Fue, decididamente, el más mimado de todos los hijos de los Mishnisht. Como era el menor de siete hermanos, tuvo dieciseis ojos puestos en él. Todos, embobados, lo miraban en la cuna, donde dormía rígido, fajado totalmente como era costumbre en esos tiempos.

Aunque muy raramente le sacaban afuera las manitos, casi todos vaticinaban que sus dedos eran los de un futuro gran pianista. Lo esperaba una exitosa carrera, decían. Sería un Concertista -con mayúscula- para superar a Arturo Rubinstein.
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El único discordante con esos augurios era su hermano Shmilikl, Tambor Mayor de la "Little Marching Brass Band of San-Cor". Decía que esas manitos, sumadas a los también ocultos piecitos, tendrían la habilidad necesaria para tocar simultáneamente el tambor, el bombo y los platillos como un émulo de Gene Krupa. Él, Shmilikl, le enseñaría.
Era tal su ansiedad que volcó su nutrida experiencia, ante la eventualidad de perder la memoria, en un completísimo y didáctico "Manual de autoaprendizaje para el baterista moderno. Sin profesor, sin música, sin instrumento, sin nada".
Se lo dedicó, premonitoriamente, a su hermanito menor, pero también fue un sorprendente éxito editorial, best seller en "El Palacio del Músico", de 'Mauri Percán & Black Goy S.R.L.'
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A los cuatro o cinco años creyeron que ya era tiempo de dejar de fajarlo. Berl, hasta ese momento un auténtico niño envuelto, emergió como mariposa de su oruga y, chueco como era, empezó a gatear en zig-zag, tipo modelo en pasarela. Fue Shmilikl quien entonces empezó a fajarlo. Berl le rompía los veitzim y también le rompía los parches.
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Su padre, Don Avrum, recorría esforzadamente las provincias aledañas a Córdoba vendiendo calzado Gomicuer y galochas. Cuando agregó al muestrario unos puntudos zapatos acordonados, de charol, a dos colores fluorescentes combinados y altos tacones -sobrios y discretos-, le dio un par a Berl para que se los domara. En esos tiempos, 'domador de zapatos' era un oficio equivalente al 'paseador de perros' actual. Esos zapatos tangueros iban a marcar a fuego la inclinación musical de su hijo.
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El nene comenzó a obsesionarse con el tango. Así fue como se aprendió unas cuantas letras escuchando en la victrola los 78 rpm de pasta de Gardel, Corsini y Magaldi. Y se largó a cantar tangos donde lo dejaran. Comenzó con "Remembranzas", contra las sufridas visitas, para lucimiento de su familia.
Leía vorazmente y memorizaba "El Alma que Canta", el "Cantaclaro" y cuanto cancionero shomería caía en sus manos.

Olvidó estudiar piano. Compró en un remate, por dos guitas, una tumbadora antediluviana, achacosa y con los herrajes oxidados, para acompañarse en los ritmos de milonga-candombe. De paso, para amortizar su adquisición, disfrazado con una deshilachada guarachera amarilla y fucsia, tocaba ese parche rasposo con
unos rejuntados locales: "Don Pertussio, su Verdulera y su Orquesta de todos los Ritmos". Fue el mismísimo 'Rengo' Pertussio (así bautizado por sus fans, por obvias razones) quien le presentó a la que sería su primera novia, una morocha rumbera, rara mezcla de Blanquita Amaro y Abbe Lane del subdesarrollo, chihuahua incluído. Enganchadísimos, decidieron probar suerte juntos en 'La Gran Ubre Porteña'.
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Entre lágrimas y suspiros, su mameligue le dio tres gruesos pulóveres tejidos por ella, dos bufandas a rayas, cuatro sándwiches de milanesa para el camino y los consabidos consejos: "Comeme bien, Bérale. Cuidate al cruzar la calle, me dijeron que en Buenos Aires manejan como el tujes. Abrigate. No te me resfriés. Llamame todos los días, main íngale.
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Buenos Aires recibió a la rumbera trucha y su acompañante con la habitual indiferencia. Ellos no acusaron recibo, pero al par de semanas los echaron de la mistonga sionpen adonde habían ido a parar. Minga de dúo tropicaloide. Ella se fue, como era su inexorable destino, a hacer copas en el "Ocean Dancing" de Leandro Alem, y él a cantar tangos en un boliche rante llamado "Boedo" ubicado, claro, en Boedo y San Juan. Había tanto beodo en Boedo, haciendo un infernal batifondo, que Berl, sin micrófono, se desgañitaba al cuete.
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Una de esas míseras y esperpénticas noches densas de humo y vahos etílicos, cayó al boliche un cajetilla a la gomina. El bacán de triple apellido campestre, mientras hacía ingentes esfuerzos para llegar a una curda digna de competir con los habitués, con ojos sanguinolentos y lengua pastosa, para no caerse se abrazó a Berl y le dijo al oído: "-Só'un desperdicio'vó, con la gola que tení, hic. ¿M'entendé'vó? ¡Yo te voy'hacé triunfá, hic!". Al día siguiente, como pudo, aún con flor de hang over, lo llevó al primer canal de TV -en blanco y negro- recientemente inaugurado, para recomendarlo. Era verdad que el tarambana tenía influencias como para acomodarlo: lo acomodaron en la claque de aplaudidores/reidores...

Con su fascinación de buen pajuerano, en los ratos libres recorría el canal para ver a los famosos de 1952. Hasta que un día, venciendo su timidez, agarró por las solapas en un pasillo al productor de Tropicalísima y ahí, a capella y de parado nomás, se la zampó. Le zampó "Pobre mi madre querida", (obvio homenaje a su mámele que había quedado allí, en su James Dean Funes querido).
El productor resultó ser un pariente de Don Jaime Yankelevich, el dueño del canal. Por lo tanto, al ser de la cole, le cayó eufónico el apellido Mishnisht. Y vino la consabida pregunta:
-¿Algo en ídish, algo klezmer, sabés?
-Y, no...Yo canto tangos...- contestó Berl, amoscado.
En ese mismo instante, milagrosamente, acudió a su memoria "Fumando espero", en la versión en ídish del Bardo del Once, el Negro Derasner: "Mit a tzigar in hant". Empezó a balbucearlo, e inmediatamente advirtió la cara embelesada de su paisano. Ahí se iluminó: su futuro estaba en el ídish, en la música klezmer. Aunque fuera con tonada cordobesa...
(Continuará)
Collages: L. V. Se autoriza su reproducción.