Esta es una historia de humor negro, pero la cuento tal como ocurrió.
Los Wygoda éramos sólo cuatro en la Argentina: mis padres, mi hermana y yo, y sin ningún pariente aquí. Todos los familiares que salieron de Odessa estaban ya, o en Palestina o en Brooklyn. Salvo mis viejos. Ellos vinieron al american far south en tránsito, porque unos paisanos les escribieron que desde aquí era más fácil conseguir la visa británica a la Palestina que, en 1920, estaba bajo el riguroso mandato inglés. Así llegaron a Buenos Aires. Les gustó y nunca se fueron. Pero castellanizaron el apellido: Vigoda. Desde mi más tierna infancia, aunque entre ellos hablaban en ruso 'para que el malchik, el nene, no entienda', yo sí entendía sus esperanzas de inmigrantes: 'No tenemos a nadie aquí. Ojalá haya muchos jásenes, muchas fiestas con klezmer. Así, algún día, podremos ir a Eretz Israel. Por lo menos, de visita.
Pero esta soledad no era tal, no del todo. Estaban los tres primos Idersca. Mis padres los llamaban, sintetizando, 'los primos'. No estoy muy seguro de cómo venía el parentesco. Creo que había un lejano y difuso tronco común - los tatarabuelos- allá en Europa del Este. De lo que sí estoy seguro es de que el padre de los primos había sido klezmer, tan klezmer como mi viejo. Pero ellos no habían heredado la vocación musical de su progenitor. Los Idersca eran el único, lejanísimo parentesco de los Vigoda. Eran los primos criollos. Los NyC argentinos, porque su padre klezmer inmigró antes. Más aún: tenían toda la apariencia de pioneros, decían ser "Gente de Campo", y en cuanta oportunidad tenían machacaban con la misma cantinela. -"¡El Campo es la Patria, canejo!", con toros, escarapela, alpargatas de carpincho y
galera del Cardón. Nacieron los tres en Mendoza. Y loteaban su terruño, Mendoza. Mejor dicho, loteaban laderas infames de montañas mendocinas. Terrenos pedregosos y verticales que se entregaban "gratis", con nobles fines de colonización, a cualquiera que los solicitara... previo pago al contado de la costosa escritura ante un escribano cómplice. Luego, si es que alguna vez los incautos y eufóricos nuevos 'terratenientes' iban a ver sus tierras, tenían que agarrarse de una mata para no caer al precipicio.
galera del Cardón. Nacieron los tres en Mendoza. Y loteaban su terruño, Mendoza. Mejor dicho, loteaban laderas infames de montañas mendocinas. Terrenos pedregosos y verticales que se entregaban "gratis", con nobles fines de colonización, a cualquiera que los solicitara... previo pago al contado de la costosa escritura ante un escribano cómplice. Luego, si es que alguna vez los incautos y eufóricos nuevos 'terratenientes' iban a ver sus tierras, tenían que agarrarse de una mata para no caer al precipicio.
Los hermanos planificaban grandes y provechosas -para ellos- empresas cuyo pergeñamiento no estaba al alcance de la imaginación de inmigrantes inexpertos, sólo dotados para ser simplemente klezmer, y con escaso dominio del castellano. Pero sí para esta gente ingeniosa y empeñada en una patriótica 'misión civilizadora', a imagen y semejanza del General Roca, pero sin tanta efusión de sangre.
Para decirlo rápido y bien: chantas, falsos frecuentadores de pretendidas altas esferas. Para eso se hicieron imprimir suntuosas tarjetas con letras en relieve que proclamaban pomposamente -y en inglés- su ocupación: "Business Lobbyist". Decían ser íntimos del Ministro de Economía de Perón, Miguel Miranda, ¿Era verdad? Mmmm...
Los primos Idersca eran campechanos y, al mismo tiempo, solemnes. Siempre con un oportuno refrán criollo en la boca. El hablar, pausado y paternal. Labia fluida y figura imponente no les faltaban.
También eran cuatro. Tres hermanos y la madre, "Mamita", matrona inmensa, dictatorial, rigurosa, estructurada y severa, de larguísima melena lacia igual a la de Morticia, pero totalmente blanca. Esa melena era cepillada una y otra vez por sus feligreses, sus tres ya creciditos y definitivamente solterones retoños, a saber: I- Tío Bernardo, el "Gordo", parlanchín y sentencioso, siempre de traje azul y moñito cantor. II- Tío Isaac, el "Flaco", meduloso y cerebral, autodefinido como 'experto en cualquier tema', de hablar erudito al divino botón, avalado por sus gruesos anteojos. Ambos, juventosos a fuerza de 'La Carmela'. III- Raquelita.
Ambiciosos de ascenso campestre y sojero, los varones Bernardo e Isaac tenían algo para rumiar bronca: los jodió con los apelativos su papá, el Klezmer Cuyano Ydvorsky. Ese papá, afortunado, se llamaba Alberto gracias a la holgazana estrechez del burócrata del Hotel de Inmigrantes. -¿ Abraham? Má'sí, le pongo Alberto, che.
Alberto duró poco. Un día espichó chupando del espiche de un tonel de vino moscatel: estaba tocando en la inauguración de una bodega kasher y, claro, aprovechaba la bolada.
En el entierro de Abraham Ydvorsky, alias Alberto , sus hijos se juramentaron: el ídish, la música klezmer, el vino kasher y sus nombres deschavantes no iban con ellos. La Viuda, impávida, los aprobó. Cuando con la connivencia de un juez amigo acriollaron el apellido no encontraron pretexto para cambiar los 'Bernardo' e 'Isaac', aborrecidos por alcahuetes. Eso no incluía a la menor, Raquel, 'Raquelita', petisa, mofletuda y virginal. Vestía con puntillas y caminaba en puntillas. Cocinaba horrible pero sano, para sus hermanitos y para Mamita.
El inefable trío se había fijado obsesivamente una primordial y sacrosanta misión en la vida: cuidar a Mamita. En su ciega e irracional veneración, nada ni nadie era comparable con la estatuaria Mamita. Por eso proclamaban su empecinada soltería a tan provecta edad: -"¡Nosotros queremos tanto a Mamita! Aún vivimos con y por Mamita"
Cada tanto aparecían por casa. Yo me la venía venir, y temblaba. Contaban, vasos de té de por medio, fabulosos proyectos, descomunales negocios, siempre a un paso de concretarse. Le preguntaban con cierta sorna a mi viejo: "-¿Vos siempre soplando el clarinete, Léiser? ¿Hasta cuándo vas a perder el tiempo con ese chiquitaje? ¡Dedicate a prosperar, como nosotros, que le rajamos a la música!" Mi progenitor, klezmer a ultranza, agarraba el clarinete cada noche y lo soplaba esforzadamente para ganar el mango. Ese mango que ellos le mangaban sin piedad. Como al descuido, como quien no quiere la cosa, como si fuese una nimiedad, le pegaban el sablazo. "-Es por unos pocos días, hasta que se firme el contrato en lo del Escribano Mengueche y los inversores pongan la mosca." Todo eso dicho con el tono de otorgar un privilegio a quien les preste. Y mis viejos, ingenuos e impresionados, les prestaban lo ahorrado con tanto sacrificio. Después de un tiempo razonable decidían olvidar la deuda.
(Continuará) Collages y dibujos: L.V. Autorizada su reproducción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario