martes, 11 de mayo de 2010

De armenios y gitanos, de griegos y judíos

(Y de españoles, italianos, sirio libaneses, árabes...)
Afinado concierto y armonía entre inmigrantes
Armenios, gitanos, griegos, judíos. Más que diferencias, tenían muchas cosas en común. Al llegar a la Argentina sólo hablaban su idioma natal. Muy pocos tenían algún oficio o profesión. Venían huyendo de la miseria, en busca de la prosperidad. El camino más directo, casi el único entonces, era dedicarse al comercio.
Para todos ellos era una asignatura transitoriamente perdida escuchar las melodías de su lejano terruño. No habían traído registros sonoros, pero igual estaban demasiado ocupados procurando el diario sustento. Tener en cuenta algo 'trivial' como la música -en esa durísima época- les resultaba superfluo.
Poco a poco, cada colectividad se fue agrupando en sus propias asociaciones. Tras el mucho esfuerzo fue llegando gradualmente el merecido bienestar. Ahora sí tenían tiempo para festejos..
En los años '30 del siglo pasado, las canciones ancestrales comenzaron a ser fuertemente añoradas. No tenían discos de su patria, y tampoco partituras. Ni, cada etnia, músicos que las interpretaran. En los conventillos, los barrios porteños, especialmente en el Once, se mezclaban los "...sky", los "...ián" y los "...akis". Las colectividades convivían en armonía, cada una con comercios de su especialidad: telas, alfombras, ropa.
Las fiestas judías eran animadas por klezmorim casi aficionados. Uno de ellos, Leiser Wygoda, sabía -cosa excepcional- leer y escribir partituras musicales. Eso no era habitual y, por ende, Leiser era frecuentemente requerido para transcribir las canciones que aún estaban frescas en el recuerdo de los gringos ashkenazis.
Comenzó a divulgarse su habilidad. Tardó poco en llegar al conocimiento de armenios y griegos. Leiser iba pacientemente al encuentro de los ancianos, para escucharlos tararear sus canciones y pasarlas al pentagrama. Era un puro deleite para los que habían venido de Europa con su propio folclore sólo en la memoria y en el corazón.
Los inmigrantes gitanos, que se dedicaban a comerciar chatarra y vehículos usados en el barrio de La Paternal, vivían -aunque ya hubieran hecho fortuna- aferrados a sus enormes carpas tradicionales. Por boca a boca se enteraron de la existencia de Leiser. Y allí iba él con su orquesta a los surrealistas, pantagruélicos casamientos tziganos -que se prolongaban dos o tres días con sus noches- y les llevaba alegría.
Sobre grandes almohadones y magníficas alfombras diseminadas sobre el piso de tierra, en
medio de la humareda de los asadores donde se cocían insensatas cantidades de lechones, los jefes de las 'tribus' -de grandes bigotazos y aludos sombreros negros- brindaban reiteradamente por la buenaventura de los novios. Sus mujeres, de largas y coloridas faldas, cabezas empañoladas sobre generosas trenzas oscuras en las que se entrelazaban monedas de oro, y con múltiples collares y anillos, -también de oro- a pesar de la barahúnda dedicaban calmosamente su tiempo a tirarse mutuamente las cartas o a practicar la quiromancia. Infinidad de chicos jugaban correteando por toda la carpa y sus alrededores, enredándose entre las piernas de los bailarines y el cotorreo de sus madres.
Los hombres alternaban los vasos de vodka ruso, ouzo griego, pastís de Marsella y cerveza de cualquier origen. Achispados, el cansancio los empujaba a dormitar brevemente en algún rincón antes de volver a la jarana. La combinación de ajetreo, humo y polvareda, gritos, música estridente, algarabía y alcohol conformaba un alucinante aquelarre urbano. Los músicos no podíamos soltar los instrumentos ni por unos instantes: parar la música festiva era impensable. Sólo había cortísimos descansos alternados.
Al ir elevándose el nivel cultural y económico, para las Iglesias Ortodoxas Armenia y Griega llegó el momento de programar conciertos sinfónicos. En ambos casos fue, paradójicamente, el klezmer judeo/ucraniano Wygoda quien dirigió, con arreglos propios, orquestas de más de cincuenta integrantes, interpretando fielmente el rico patrimonio musical de cada colectividad.
Además, animaba habitualmente esas fiestas donde la danza colectiva era acompañada por el eufórico lanzamiento incansable de platos al piso.
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Es curioso y alentador. Las primeras generaciones nacidas aquí, para sentir que se integraban definitivamente, dejaron un poco de lado las tradiciones de sus padres inmigrantes. Pero luego se produjo lo que podríamos llamar un "puenteo generacional". Los nietos recurrieron a sus abuelos para conocer sus orígenes. Es así como muchos han vuelto a sus comunidades, integrando coros, conjuntos de bailes folclóricos, cursos de idioma e historia de sus ancestros.
La música tuvo mucho que ver con estos gratos retornos. Demostró que se puede ser muy argentino sin abandonar las tradiciones de sus pueblos originarios. Y convivir sin odiosas discriminaciones.

leovigoda@gmail.com








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